El amor que escribí

Capitulo 18

El eco del fuego

(Punto de vista intercalado: Dorian / Melian)

Dorian

El silencio después del colapso no era paz.
Era una respiración contenida del universo.
El fuego había cesado, sí, pero el aire seguía vibrando, cargado de ceniza y dolor.

El suelo bajo mis pies aún ardía en grietas.
Los edificios, reducidos a esqueletos de piedra y metal, parecían llorar su ruina.
El cielo… ya no era cielo.
Era una herida abierta que destellaba fragmentos dorados entre nubes oscuras.

Y ella.

Melian estaba allí, arrodillada entre los restos de lo que alguna vez fue su mundo.
Su cabello, lleno de ceniza, caía sobre su rostro, y sin embargo seguía brillando.
Su luz era lo único que no había desaparecido.

Di un paso.
El aire se rompió en chispas.
El fuego aún respondía a mí, como un eco reacio.

—Melian… —susurré, temiendo que si la tocaba, el mundo terminaría de morir.

Ella levantó la mirada.
Sus ojos ya no eran los mismos.
Tenían fuego dentro, pero no el mío.
El suyo.

—Todo se acabó —dijo, con una calma que me destrozó.
—No… —negué—. Todo comenzó.

El viento sopló, cargado de ceniza.
A lo lejos, una ciudad entera ardía sin ruido, como si el sonido hubiera sido devorado por el fuego.

Me acerqué.
Ella no retrocedió.
Cuando extendí la mano y la toqué, el aire se iluminó en un pulso dorado.

El fuego nos reconocía.
Nos pertenecía.
Y al mismo tiempo, nos temía.

—¿Sientes eso? —pregunté.
—Sí… —respondió ella, cerrando los ojos—. Es como si el mundo respirara entre nosotros.

Lo hacía.
Y cada respiración dolía.

Melian

El suelo seguía temblando.
Los árboles se habían convertido en sombras calcinadas.
Y aun así, él estaba frente a mí.
El mismo que los sueños me habían mostrado.
El que el fuego me obligaba a recordar aunque no quisiera.

Dorian.

Había muerto, lo vi hacerlo.
Pero ahora su cuerpo ardía otra vez, como si la muerte no fuera más que un intervalo.

—No debiste volver —le dije, sin fuerza.
—No podía quedarme allá —murmuró—. No después de escucharte gritar mi nombre.

Lo odiaba por eso.
Por no dejarme olvidarlo.
Por hacer que incluso en medio del fin del mundo, su cercanía me hiciera temblar.

El aire olía a humo y lluvia.
La piel me ardía.
Pero lo peor era lo que sentía adentro: un fuego suave, que me llamaba hacia él.

—Todo está destruido, Dorian. —Mi voz quebró—. No queda nada.

Él se acercó más.
Su rostro cubierto de ceniza, su mirada tan humana que dolía.
—Quedamos nosotros —dijo.

Y cuando lo dijo, lo supe.
El fuego no quería destruirnos.
Nos estaba fundiendo.

Dorian

La tomé por la cintura.
Sus manos temblaron al tocar mi pecho.
No había espacio para palabras, solo el rugido sordo del universo reordenándose.

Ella alzó la vista hacia mí, con los labios entreabiertos.
El calor entre nosotros era tan denso que el aire se curvaba.

—Esto es un error —susurró.
—Entonces que el error arda —respondí, antes de besarla.

El mundo desapareció.

El fuego estalló, pero ya no destruía.
Nos rodeó, danzando entre ruinas, dibujando círculos de luz en el aire ennegrecido.
Era como si los restos de la creación entera se aferraran a ese instante.

Su piel contra la mía no era humana.
Era una promesa vieja, encendida.
La unión de lo que alguna vez fue divino y ahora solo sabía ser humano.

Sentí cómo el fuego recorría su cuerpo, cómo se mezclaba con el mío.
No era placer.
Era destino ardiendo.

Y aun así, en medio del caos, por primera vez en milenios, me sentí vivo.

Melian

No sé cuándo el beso se volvió furia.
Ni cuándo la furia se volvió ternura.

Todo se desmoronaba a nuestro alrededor: columnas cayendo, el cielo quebrándose, los restos de un templo incendiado.
Pero entre nosotros, el fuego se movía suave, casi compasivo.

Su boca sabía a ceniza y luz.
Sus manos, a algo que dolía y curaba al mismo tiempo.
Era como abrazar el fin y encontrarle belleza.

Lo odiaba por hacerme sentir esto mientras el mundo moría.
Pero también lo amaba, y ese amor era mi ruina.

Nos aferramos el uno al otro, como si al soltarnos la realidad se deshiciera.
Quizá ya lo estaba haciendo.

—¿Y si no queda nada después? —pregunté entre susurros.
Él apoyó la frente contra la mía.
—Entonces lo volveremos a crear.

El fuego respondió, envolviéndonos.
No quemaba.
Flotábamos dentro de él, como si el caos nos reconociera como su centro.

Dorian

No sé cuánto duró.
Quizá minutos.
Quizá siglos.

Cuando el fuego se apagó, el mundo era una extensión de ruinas silenciosas.
Y ella estaba en mis brazos, respirando.
Viva.

Su piel tenía trazos dorados, como constelaciones dibujadas por el fuego mismo.
Yo también los tenía.
El equilibrio nos había marcado, o tal vez bendecido.

El aire estaba quieto.
Sin dioses.
Sin reglas.

Solo nosotros.

La miré.
Sus ojos reflejaban el amanecer que nacía entre las ruinas.
Por primera vez, no había miedo en ellos.

—¿Qué somos ahora? —preguntó.

Miré mis manos.
Ya no ardían.
Y sonreí, cansado, humano.

—Somos lo que queda cuando el fuego termina.

Ella apoyó su cabeza en mi pecho.
A lo lejos, los rayos del sol se filtraban entre la devastación, tiñendo las ruinas de oro.

Y el universo, por un momento, pareció descansar.

🔥💔✨




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