El amor que escribí

Capitulo 20

Capítulo 20 – “El eco de los condenados”

El amanecer no trajo calma.
Solo una falsa luz sobre las ruinas de lo que había sido nuestro refugio.

El aire olía a metal y ceniza, y el silencio pesaba como si el mundo contuviera la respiración. Las criaturas que quedaban se disolvían lentamente, dejando rastros de tinta que serpenteaban por el suelo, vivas todavía, como si quisieran recordar lo ocurrido.

Dorian estaba frente a mí, con el torso desnudo y la piel marcada por líneas doradas que se movían bajo su piel, como si la energía del vínculo lo estuviera reescribiendo desde dentro. Su respiración era irregular, y sus ojos, dos brasas, me observaban con una mezcla de ternura y peligro.

—No deberías mirarme así —dijo en voz baja.

—¿Así cómo? —pregunté, aunque mi voz tembló.

—Como si no supieras si quieres huir o quemarte conmigo.

No respondí. Porque era verdad. No sabía qué me atraía más: el fuego que él representaba o la destrucción que podía traer.
Pero algo en mi interior ya no temía. El miedo había mutado en otra cosa.

Me acerqué, rozando su piel con la punta de mis dedos. Las líneas doradas reaccionaron a mi toque, encendiéndose como si reconocieran mi presencia. Dorian cerró los ojos, y el aire entre nosotros se cargó de una electricidad viva, ardiente, que parecía tener voz propia.

—Esto… está cambiando —susurré—. Lo que somos.

—Siempre estuvo cambiando. Solo que ahora lo ves.

Su tono era grave, como si hablara desde un lugar más allá del tiempo.
Entonces una vibración sacudió el suelo. Las sombras se estiraron, como si algo gigante despertara bajo nuestros pies.

—No puede ser —murmuré, mirando hacia el cuaderno, que todavía descansaba sobre el suelo.

Las páginas se movían solas, pasando a gran velocidad, hasta detenerse en una en la que había escrito, meses atrás, una historia inacabada: El Reino del Eco. Era una historia sobre almas que nunca morían del todo, atrapadas entre el mundo real y el imaginario, condenadas a repetir su último grito.

Y ahora, esas palabras se levantaban del papel.

—Kael… —susurró Dorian.

El aire se volvió negro.
Del humo emergieron figuras translúcidas, humanas, pero sin rostro. Se movían en silencio, arrastrando cadenas invisibles que tintineaban con un sonido agudo, casi insoportable. Eran los Ecos. Seres hechos de memoria y tinta. Kael los había liberado.

—Hermoso, ¿no? —la voz de Kael resonó en el aire, suave como una caricia y cruel como una daga—. Lo que escribes siempre tiene un precio, Melian. Tus criaturas, tus mundos… tus sentimientos. Todo puede usarse. Todo puede retorcerse.

Apareció entre los ecos, su cuerpo formado de sombras y fragmentos de luz.
Su sonrisa era una herida.

Dorian dio un paso al frente.
Las líneas doradas de su cuerpo se intensificaron, y de su espalda surgieron fragmentos de luz sólida, como si fueran alas inacabadas. No eran de plumas, sino de energía pura, vibrante. El suelo tembló con su poder.

—No volverás a tocarla —gruñó.

Kael rio.
—Ya lo hice. Ella me creó. Ella me nombró. ¿Qué crees que eres tú, Dorian? Una ruptura del equilibrio, una anomalía escrita por su deseo. Ambos están atados a mí, lo quieran o no.

El fuego se encendió en los ojos de Dorian.
El aire se volvió irrespirable, y las paredes comenzaron a agrietarse.

—Si somos tu error —dijo él—, seremos tu final.

Dorian alzó la mano, y una esfera dorada se formó en su palma. La lanzó hacia Kael, pero los ecos la absorbieron, gritando en silencio. El sonido que siguió fue tan agudo que me sangraron los oídos.

Caí de rodillas, aturdida, y Dorian corrió hacia mí, atrapándome entre sus brazos. Su energía ardía; era demasiado fuerte, demasiado viva.

—No puedo… contenerlo mucho tiempo —dijo entre jadeos—. Este poder no debería existir aquí.

—Entonces no lo contengas —le respondí, mirándolo directamente a los ojos—. Déjalo ser.

Y lo hizo.

El fuego dorado estalló desde su cuerpo, envolviéndonos.
Los ecos comenzaron a desintegrarse, gritando sin voz, mientras la energía se extendía por toda la habitación. Kael intentó resistir, pero su forma se fragmentaba, como si la luz lo quemara desde dentro.

Y en medio de esa explosión, el tiempo pareció detenerse.

Los ojos de Dorian encontraron los míos.
El ruido desapareció.
Solo quedábamos nosotros, flotando entre el humo y la luz.

Su mano subió hasta mi cuello, suave, temblorosa, como si temiera romperme.
Mi corazón latía tan fuerte que creí que iba a estallar.

—¿Sabes lo que haces conmigo, Melian? —susurró, con la voz ronca—. Me haces querer ser real.

No tuve tiempo de pensar.
Sus labios se unieron a los míos, y todo el caos se apagó.
El fuego, el dolor, el miedo, todo se volvió calor y silencio.
Era como si el universo se plegara sobre nosotros.

Su beso era hambre y redención.
Una promesa rota y una nueva al mismo tiempo.
Sus manos me aferraban como si temiera que el mundo nos robara ese instante, y quizá tenía razón. Porque el suelo se desmoronaba, el aire vibraba, y el fuego dorado se mezclaba con la tinta negra del cuaderno.

Entre jadeos, lo miré.
—Si seguimos así… —dije—, este mundo se destruirá.

—Entonces —susurró él, acariciando mi mejilla—, construiremos otro.

Un estruendo interrumpió el momento.
El techo se abrió como una herida, y del vacío cayó una lluvia de tinta líquida, formando una espiral alrededor de Kael. Su cuerpo volvía a solidificarse, más oscuro, más poderoso.

—¿Creyeron que podían matarme con su deseo? —rugió—. El eco de una creación nunca muere.

Su forma creció, desbordándose del espacio, convirtiéndose en una figura colosal.
Los ecos se fusionaron con él, y la habitación se transformó en un campo de ruinas flotantes, suspendidas en una oscuridad sin fin.




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