Capítulo 27 – Los ecos en la piel
(Punto de vista de Melian)
Despertar no dolió.
Dolía no saber dónde.
El primer sonido que escuché fue el de una cafetera.
El olor a pan tostado, el aire cálido, la luz que entraba por una ventana normal —no un portal, ni una grieta, ni fuego—.
Solo la luz del sol.
Abrí los ojos lentamente.
Estaba en un pequeño apartamento. Las paredes blancas, el suelo de madera, una planta al borde de la vida en el alféizar.
Y junto a la ventana… él.
Dorian.
Vestía una camisa blanca abierta, el cabello despeinado y una expresión que mezclaba asombro con miedo.
Sostenía una taza de café como si fuera un artefacto sagrado.
—Despertaste —dijo, sin girarse aún—. Pensé que tardarías más.
Su voz ya no tenía el eco de los dioses.
Era solo humana.
Pero me estremecí igual.
—¿Dónde estamos? —pregunté, incorporándome.
Dorian se volvió hacia mí.
Sus ojos… seguían siendo fuego, pero un fuego domesticado.
Como una vela que se niega a extinguirse.
—No lo sé del todo —confesó—. Es como… si el fuego nos reescribiera dentro de un mundo nuevo.
—¿Un mundo humano?
—En apariencia, sí. Pero escucha —dijo, acercándose.
Me quedé quieta.
El silencio era tan perfecto que supe lo que quería mostrarme: no había viento, ni ciudad, ni nada más allá de esas paredes.
Solo aquí.
Solo nosotros.
—¿Estamos atrapados? —pregunté en voz baja.
—No —dijo, y sonrió débilmente—. Estamos contenidos.
El fuego creó una especie de refugio, una copia de lo que recuerdas.
Miré a mi alrededor.
Era mi apartamento.
Cada libro, cada detalle, incluso la taza rota que nunca tiré.
Solo que todo tenía una leve irrealidad, como si estuviera pintado sobre vidrio.
Me puse de pie y caminé hacia él.
—Entonces… ¿esto es un sueño?
—No. Es tu escritura.
Sus palabras me helaron.
—¿Mi escritura?
—Sí —susurró—. Cuando el fuego se desbordó, tus recuerdos se mezclaron con los míos. Y este lugar… lo escribiste tú.
Una pausa.
—Lo escribiste para mantenerme con vida.
Me quedé muda.
El eco de sus palabras se repitió en mi mente como una melodía triste.
Yo lo había escrito.
Yo lo había creado.
Y entonces entendí: este mundo respiraba porque yo lo soñaba despierta.
—Dorian… —dije apenas—. Si yo lo escribí… puedo borrarlo.
Él se tensó.
—No.
—Si este mundo no es real…
—Eres tú la que lo hace real —dijo con firmeza, acercándose—. Tu fuego, tu mente, tu amor. No lo destruyas, Melian.
Sus dedos rozaron mi mejilla.
Ese contacto fue suficiente para que el fuego que dormía bajo mi piel despertara.
Pequeños destellos dorados brillaron en mis brazos.
—Aún lo tienes —murmuró él—. El fuego no murió. Solo… se adaptó.
—¿Y tú?
Dorian apartó la mirada.
—Yo… soy parte de ti ahora. El fuego me ató a tu existencia. Si mueres, muero. Si olvidas… dejo de ser.
Mi corazón latía tan fuerte que dolía.
—No puedes decir eso —susurré—. No quiero ser la prisión de nadie.
Él me sostuvo el rostro entre las manos.
—No eres mi prisión. Eres mi libertad.
Y me besó.
El beso fue distinto esta vez.
Sin explosiones, sin fuego desbordado.
Solo el calor de su aliento, el roce suave de sus labios.
Un amor sin dioses, sin promesas, sin eternidad.
Cuando se separó, el aire a nuestro alrededor titilaba.
El mundo se estremeció, como si celebrara ese instante.
—¿Ves? —dijo él—. Cada vez que sentimos algo real, este lugar se fortalece.
—¿Y si dejo de sentir?
Dorian me miró, serio.
—Entonces todo se deshará.
Pasaron días —o lo que parecía serlo—.
Cocinábamos, dormíamos, hablábamos.
A veces, el mundo se comportaba como un sueño: los objetos se movían solos, las ventanas mostraban lugares distintos cada vez.
Y otras veces, era tan mundano que dolía.
Pero algo cambió.
Cada noche, escuchaba sonidos afuera.
Pasos. Susurros.
Como si algo golpeara el vidrio invisible que nos separaba del verdadero mundo.
Una madrugada me levanté.
Dorian dormía, tranquilo, con el brazo sobre mi cintura.
Salí de la cama en silencio.
El suelo crujió bajo mis pies descalzos.
Me acerqué a la ventana.
Detrás del reflejo, el cielo se movía como un líquido oscuro.
Y dentro de él… vi ojos.
Miles de ojos observándonos.
Sombras con forma.
Criaturas.
Retrocedí, con el corazón desbocado.
—No… —susurré.
Una voz habló desde el reflejo:
—No puedes mantenerlo para siempre, Melian.
Era Kael.
—Tarde o temprano, el fuego pedirá lo que es suyo.
El vidrio tembló.
Una grieta se extendió desde la esquina, como una herida.
El aire olía a ceniza otra vez.
—No —dije, apretando los puños—. No vas a entrar aquí.
Pero ya lo había hecho.
El reflejo se volvió líquido.
Del otro lado, su silueta emergió: Kael, sin cuerpo físico, hecho de sombra y deseo.
Sonrió.
—El fuego siempre cobra, Melian. Y tú le diste forma humana.
Una mano se posó en mi hombro.
Dorian.
Desnudo de miedo, de poder, solo un hombre protegiendo a quien ama.
—Aléjate de ella —dijo con voz baja.
Kael rió.
—¿Protegerla? No puedes. Ya no eres fuego, hermano. Eres carne. Y la carne… arde y muere.
Dorian se adelantó.
El fuego titiló en sus venas, débil, pero vivo.
—Entonces arderé de nuevo.
El aire se quebró.
Kael extendió una mano, y las grietas del vidrio se abrieron como portales diminutos.
De ellos surgieron sombras, criaturas que recordaban demasiado a mis propias pesadillas.
Tenían los rostros de mis personajes, distorsionados.
Yo grité.
Dorian me empujó detrás de él.
Su cuerpo ardió, iluminando la habitación con un fuego que no debía existir en ese mundo.
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Editado: 18.10.2025