Todo iba dentro de lo normal, como una conversación entre dos personas comunes que empezaban a conocerse. Entre mensajes, bromas y audios, los días se fueron llenando de palabras suyas. Me gustaba cómo escribía, cómo tenía siempre algo que decir, incluso en los silencios.
De repente, una tarde cualquiera, me preguntó si sabía hacer masajes.
Dijo que tenía dolores musculares por el ejercicio, y yo, sin pensarlo mucho, le respondí que sí, pero que podía ser peligroso si no se sabía hacer bien.
Él rió con un emoji, y enseguida cambió de tema, pero sentí que detrás de esa conversación sencilla había una curiosidad distinta, un pequeño juego que apenas empezaba a mostrarse.
Luego me preguntó qué estudiaba.
—Soy chef, con título —le dije, sin darle mucha importancia.
Se sorprendió.
—¿En serio? Se nota —respondió—. Tienes algo… diferente.
No sé qué quiso decir con eso, pero me hizo sonreír. Había algo en su forma de decir las cosas que sonaba sincero, aunque no siempre lo fuera.
Seguimos hablando por horas. Me contaba anécdotas de sus entrenamientos, de lo mucho que le gustaba ir al gimnasio, de cómo era constante con sus rutinas. Nunca llegaba tarde, ni faltaba. Me admiraba esa disciplina, esa forma tan suya de mantener el control incluso en lo más simple.
Yo, en cambio, le contaba pedacitos de mi día, cosas sin importancia, pero él las hacía parecer grandes. Le encontraba sentido a todo lo que decía.
En medio de esas conversaciones, sin que yo lo esperara, me dijo algo que me dejó un poco pensativa:
—No quiero nada serio con nadie, pronto me voy del país y no quiero compromisos.
Lo dijo sin rodeos, con esa sinceridad suya que a veces dolía más por lo directa que por lo cruel.
No supe qué responder de inmediato.
Le puse un “ok” y un emoji sonriente, intentando disimular lo que sentí, pero dentro de mí hubo una mezcla de vacío y resignación. No lo conocía tanto, pero algo en mí ya empezaba a quererlo.
Aun así, seguí hablándole. No podía ni quería soltar eso que estaba naciendo.
Después, en medio de una conversación cualquiera, me dijo:
—Negra.
Sonreí al leerlo. No era la primera vez que alguien me lo decía, pero de él sonó distinto.
Le contesté casi sin pensar:
—Solo mis amigos cercanos me dicen así.
Hubo un silencio breve, como si no supiera qué responder.
Luego me mandó un emoji riendo, y la charla siguió, pero yo me quedé pensando en lo natural que me había salido decirlo.
Era una forma sutil de marcar distancia, pero también de dejar claro que me empezaba a importar.
Los días siguieron pasando. Cada mensaje era una pequeña parte de mi rutina: su “buenos días”, su “qué haces”, su forma de contarme tonterías que me hacían reír hasta tarde.
Con él era fácil hablar. No tenía que fingir ni buscar tema. Todo salía natural, como si nos conociéramos de antes.
Hasta que un día, mientras chateábamos, me dijo que quería verme.
—Podemos ver pelis, si quieres —escribió, y aunque lo dijo casual, sentí que algo dentro de mí se aceleró.
Pasé toda la semana pensando en ese día.
Y cuando por fin llegó, todo pareció alinearse: el clima, mi ánimo, incluso la música que sonaba en el fondo. Vino con nuestra amiga en común, y aunque traté de actuar tranquila, por dentro el corazón no me cabía en el pecho.
Esa tarde fue el inicio de todo.
Nuestra primera vez viéndonos fuera del ruido de los chats, fuera de las pantallas.
Su sonrisa era más linda en persona, y su voz… más suave, más real.
Entre risas y conversaciones, el ambiente se fue volviendo más cálido.
En un momento, mientras la película seguía sonando, nuestras miradas se cruzaron y el mundo pareció detenerse.
Y ahí, sin aviso, fue nuestro primer beso.
No fue planeado, no hubo nervios ni palabras. Solo un impulso, una conexión.
Fue dulce, tierno y cálido.
Después, seguimos hablando, riendo, compartiendo ese silencio bonito que deja un momento que uno no quiere que acabe.
Esa tarde también fue la primera vez que estuvimos más cerca.
Con él fue diferente. No hubo miedo ni prisa. Todo fluyó.
Fue lindo sentirse así: amada, deseada, importante.
Al final del día, lo acompañé a la puerta.
Nos despedimos con una sonrisa que decía más que mil mensajes.
Él se fue a su casa, y yo me quedé en la mía con el corazón latiendo fuerte, sin saber si sentir felicidad o miedo por lo que acababa de comenzar.
Esa noche supe que algo dentro de mí había cambiado,
y aunque no lo dijera en voz alta, ya empezaba a sentir que el amor… se estaba empezando a parecer a él.