Amanecí con dolores en el vientre, de esos que te hacen querer quedarte en cama todo el día. Sentía el cuerpo pesado, sin ganas de nada, y aun así lo primero que hice fue contarle.
Apenas leyó mi mensaje, me respondió con esa dulzura suya que parecía envolverlo todo. Me consintió tanto, con palabras tan tiernas, que por un momento me olvidé del dolor.
Me prometió muchos besos cuando nos viéramos, y no sé por qué, pero lo imaginé diciéndolo en voz baja, con esa sonrisa suya que siempre me desarma.
Le pregunté cómo estaba y me respondió:
—Bien, pensando en ti.
Sonreí frente al teléfono. No pude evitarlo.
Le escribí rápido, sin pensarlo demasiado:
—Y yo en ti.
Fue una conversación simple, pero con ese tipo de simplicidad que deja el corazón inquieto.
Me preguntó qué estaba haciendo y le conté que me estaba poniendo calor en el vientre porque el dolor no me dejaba tranquila.
Entonces me dijo algo que me derritió completamente:
—Ojalá pudiera estar contigo.
Yo, entre risas, le respondí:
—Me estoy muriendo lentamente.
Y él, con ese tono juguetón que me encantaba, me contestó:
—Dramática.
Me reí, y aunque tratara de disimularlo, me hacía bien sentir su preocupación.
Luego empezó a darme consejos, como siempre. Me dijo que dejara el trauma con la comida, que tenía que comer bien, y entre broma y verdad, soltó:
—Come bien, que bien buena sí estás.
No supe si reírme o esconderme bajo las cobijas. Tenía esa mezcla perfecta entre ternura y picardía que lo hacía tan él.
Después me contó que se iba para el gimnasio. Le deseé suerte y me quedé esperando su mensaje de después, como ya era costumbre.
Un rato más tarde, me escribió que se había “maltratado” mucho entrenando.
Yo le respondí que no podía exigirse tanto, que no hacía falta.
Y él, con ese aire decidido que lo caracterizaba, me dijo:
—Tengo que ponerme fuerte.
—Ponte fuerte, pero con cuidado —le respondí, y me salió tan natural que ni siquiera me di cuenta del cariño con el que lo había dicho.
Seguimos hablando un rato más. La conversación fluyó como siempre, entre risas, tonterías y esos silencios que no pesan, los que se sienten cómodos.
Hasta que, sin venir al caso, me preguntó:
—¿Por qué eres tan cursi conmigo?
Me quedé unos segundos pensando en la respuesta, pero en realidad la tenía muy clara.
—Porque contigo me nace serlo —le dije.
Hubo un momento de silencio. Luego respondió:
—Me encanta tu manera de ser.
Y esa frase se me quedó en el pecho.
Le contesté sin dudar:
—A mí también me gusta la tuya, tan sincera y tan directa.
Seguimos hablando por un buen rato, como si ninguno quisiera colgar.
Hablamos de cosas pequeñas, del día, de la vida, del cansancio, y entre todo eso había una ternura que no se podía disimular.
Él me decía que me cuidara, que descansara bien, y yo le insistía en que no se sobreexigiera tanto en el gimnasio.
Era como si, sin decirlo, nos estuviéramos cuidando mutuamente.
Esa noche, el sueño empezó a vencernos, pero ninguno quería ser el primero en despedirse.
—Duerme —me dijo al final—, te hará bien.
—Solo si sueñas conmigo —le respondí.
Él mandó un emoji con una sonrisa y escribió:
—Eso siempre.
Cerré el chat con el corazón lleno, como si sus palabras hubieran sido una manta tibia.
Y mientras me acomodaba en la cama, pensé en todo lo que habíamos compartido en tan poco tiempo: risas, cursilerías, cuidados, promesas.
No era un amor de grandes gestos ni de palabras rebuscadas, pero era nuestro.
Un amor que se sentía en los detalles, en la preocupación, en cada “cuídate”, en cada “pienso en ti”.
Un amor que crecía despacio, entre risas, dolores y promesas suaves… de esas que se cumplen sin tener que jurarlas.