La segunda vez que vino a mi casa todo fue diferente. Desde el momento en que lo vi entrar, sentí que el corazón me latía más rápido. Había algo en su mirada, una calma que me envolvía y me hacía sentir segura. Nos sentamos a hablar, y sin darnos cuenta, el tiempo empezó a pasar tan despacio que parecía que el mundo se había detenido solo para nosotros dos.
Hablamos de muchas cosas: de su vida, de mis miedos, de los días buenos y los malos. Era tan fácil hablar con él, tan natural. Había momentos en que me miraba en silencio, como si intentara leerme el alma, y yo solo podía sonreír, porque sin decir nada, él ya lo entendía todo.
En un momento, se acostó sobre mis piernas. Lo miré y sentí una ternura tan profunda que me dieron ganas de quedarme así por siempre. Le metí la mano debajo del suéter y estaba calientito, como si todo su cuerpo guardara el calor de un abrazo. Ese pequeño gesto se sintió tan íntimo, tan nuestro, que hasta el silencio que nos rodeaba tenía sentido.
Ese día me dio todos los besos que me había prometido. Besos suaves, lentos, con esa mezcla de timidez y deseo que solo se siente cuando algo va empezando a ser real. Cada beso me hablaba sin palabras, como si quisiera decirme “aquí estoy, y no pienso irme”.
Luego me habló del gym, de lo estresado que estaba porque no le salía bien una técnica. Mientras lo escuchaba, pensé que hasta sus preocupaciones me parecían dulces. Le dije que no se estresara, que él era el mejor, y que tarde o temprano lo iba a lograr si se lo proponía. Él sonrió, y esa sonrisa se me quedó grabada.
En una de esas, le hice una broma diciendo que yo era un pan de Dios, y él, sin perder su toque, me respondió “amén”. Nos reímos tanto que el momento se volvió aún más bonito, tan simple y tan sincero, que parecía sacado de un recuerdo que siempre querría revivir.
Cuando se fue, me quedé un rato en silencio. Miré el lugar donde había estado y todavía podía sentir su presencia, su olor, su voz. Ese día fui la niña más feliz del mundo. Me sentía tan protegida a su lado, tan suya, tan mía, como si por fin todo lo que antes había buscado tuviera un nombre y un rostro.
Fue ese día, sin saberlo, donde empezó a sentirse el amor.