Aquella tarde, entre mensajes y bromas, me dijo que ya necesitaba de mis masajes.
Lo escribió con ese toque entre pícaro y dulce que siempre lograba sacarme una sonrisa.
—Podrías venir a mi casa —agregó.
Yo, con una mezcla de risa y nervios, le respondí:
—Sí, si es necesario.
Entonces me dijo:
—De noche el patio es oscuro.
No pude evitar reírme y contestarle:
—Eres malo.
Él respondió enseguida:
—¿Yo, malo? Jajaja.
Le escribí divertida:
—No, yo.
Y entonces, entre ese juego de palabras, soltó una frase que me hizo sonrojar y reír al mismo tiempo:
—En ese patio de noche yo no te dejo ir como llegaste.
Sentí el corazón acelerado y le respondí con tono juguetón:
—Propuestas indecentes.
—Se presta —me contestó—. Ojalá viviéramos más cerca.
Esa última frase me dejó pensando… cómo sería si realmente viviéramos cerca, si pudiéramos vernos más seguido, si esas conversaciones no se quedaran en mensajes sino que se volvieran abrazos.
Antes de despedirnos, le dije con ternura:
—Sueña conmigo.
Y él, con su forma sencilla y tan suya de hablar, respondió:
—Siempre.
🌙
A la mañana siguiente fui yo quien lo buscó primero.
—¿Cómo dormiste? —le escribí.
—Ando adolorido, pero vivo —contestó, con ese toque gracioso que me encantaba.
—¿Y tú? —agregó.
Le respondí entre risas, mientras hacía mis cosas:
—Aquí, haciendo oficio.
Después me preguntó cómo seguía mi dolor de cabeza.
—Ya se me quitó —le dije.
Entonces la conversación tomó otro rumbo, uno más bonito, más íntimo: hablamos de su familia.
Me contó cosas de ellos, anécdotas que me hicieron reír sin parar. Tenía una manera tan divertida de describirlos que era imposible no imaginarlos. Hablaba con cariño, con respeto, con ese amor familiar que lo hacía aún más tierno a mis ojos.
En medio de la charla, no pude evitar decirle entre risas:
—Amamos a tu mami.
Y él me respondió, con ese tono dulce que me derretía:
—Y eso que no la conoces todavía.
Reí otra vez. Era inevitable. Me gustaba cuando me hablaba de su familia, cuando me dejaba conocer un poquito más de su mundo. Cada palabra suya me hacía sentir más cerca, más parte de su vida.
Luego me preguntó:
—¿Qué haces?
—Comiendo —le respondí, mientras le enviaba una foto
No tardó en contestar:
—¿Esa de quién es? Tan linda.
Y sin dudarlo un segundo, le respondí:
—Tuya y solo tuya.
Él me respondió rápido, con ese humor juguetón que tanto me gustaba:
—No, yo. No, yo. No, yo.
Sonreí mirando el celular y volví a escribirle:
—Tuyo y solo tuyo.
Poco después le mandó un mensaje que me llenó de ilusión:
—Mi mami dijo que sí podías venir.
—¿A qué hora? —preguntó.
—A las 4 —le respondí emocionada, imaginando el momento de volver a verlo.
Entre mensajes y risas, me recomendó un anime: Your Name. Dijo que era hermoso, que tenía una historia muy especial, y solo con eso supe que debía verlo.
Después me mandó un video subiendo pesas, y no pude evitar sonreír al verlo tan concentrado. Me habló de su rutina, de sus metas, de lo que quería mejorar. Y así, entre mensajes sobre suéteres, bromas y pequeños detalles, seguimos hablando hasta que la tarde se fue.
Cada conversación con él era un pedacito de felicidad, un recordatorio de que, aunque la distancia existiera, el cariño encontraba su manera de sentirse.