Esa tarde, cuando vino a mi casa, todo parecía más ligero y divertido que nunca. Nos pusimos a escuchar música, una canción tras otra, y entre notas y melodías, nuestras conversaciones fluían sin esfuerzo. Hablamos de todo: cosas serias, tonterías, recuerdos, y nos reímos hasta que nos dolían los costados. Era como si el tiempo se hubiera detenido solo para nosotros.
Más tarde, salió la oportunidad de conocer a mis primos. Salimos todos juntos, y fue imposible no disfrutar cada momento. Reímos, contamos historias, hablamos de todo un poco y nos sentimos cómodos como si nos conociéramos de toda la vida. Con mis primos, nos mamamos gallo, surgió entre bromas y risas mientras mamábamos gallo, y él se unió con su humor, haciendo que todo fuera aún más divertido.
Mientras le contaba lo que pasó después en el carro, no pude evitar reírme al recordar lo que mi hermana me dijo, también mamando gallo:
—¡Asalta cunas! —me gritó entre carcajadas.
Mi prima, curiosa como siempre, me hizo un pequeño interrogatorio, tratando de sacar todos los detalles de nuestra salida, y entre bromas y comentarios divertidos, la tarde se llenó de risas. Él también se unió, respondiendo con su humor travieso, y sentí cómo todos esos momentos se entrelazaban, haciendo que nuestra complicidad fuera más fuerte.
Finalmente, llegamos a su casa. Antes de despedirse, me dio un beso que hizo que mi corazón se acelerara, y yo me quedé sonriendo mientras caminaba de regreso a mi casa, pensando en cada instante vivido.
Al llegar, le escribí:
—Ya estoy en casa. Me puse como un vagabundo.
Él respondió rápido, con ese tono juguetón que tanto me gustaba:
—Jajaja, seguro te ves adorable.
Me acosté pensando en lo especial que había sido la tarde y la noche. Paseamos, reímos y disfrutamos de nuestro momento juntos. Aunque eran cosas simples, sentí que cada instante nos acercaba más, y que incluso las bromas de mi familia se habían vuelto parte de nuestra historia.
Mientras me acomodaba para dormir, no pude evitar sonreír. Recordé su risa, sus gestos, la manera en que nos mirábamos, y todos los mensajes que nos habíamos escrito ese día. Cada recuerdo me llenaba de una calidez que se instalaba en mi pecho, recordándome que esos pequeños momentos eran los que realmente importaban.
Pensé en cómo la vida, aunque a veces complicada y llena de rutina, tenía la capacidad de regalar instantes simples pero llenos de magia. Y mientras cerraba los ojos, susurré para mí misma:
—Gracias por existir.