Hablábamos por chat esa tarde, como de costumbre, con esa confianza que ya se nos había vuelto rutina.
Le dije lo bien que se le veía la espalda, el abdomen y las piernas. Lo escribí casi sin pensarlo, pero sabiendo que lo haría sonreír.
Él me respondió con un “te amo”, y luego me dijo que pensó que yo no veía esas cosas, que no me fijaba tanto.
Yo me reí y le contesté:
—Me fijo en todo, aunque tú no lo creas.
Me respondió sorprendido, con ese tono medio coqueto que me encanta:
—No pensé que te gustara verme las piernas.
Y yo, sin pensarlo mucho, le dije:
—Me gusta verte todo, hasta lo más mínimo.
Después de eso, me mandó unas fotos sin camisa. Y, aunque ya lo había visto así antes, esa vez me tomó por sorpresa.
Le escribí riendo:
—Te amo, pero te odio.
Y él, con ese descaro que solo él tiene, respondió:
—Ajá, ajá.
Yo me reí y le dije:
—Soy un pan de Dios.
Y él, sin perder el ritmo, me escribió:
—Amén, aunque ese pan de Dios hace unas cosas más ricas.
No pude evitar sonreír frente a la pantalla.
Él sabía exactamente cómo decir algo que me hiciera reír y sonrojar al mismo tiempo.
Seguimos hablando, entre bromas, palabras dulces y esa complicidad que siempre se colaba en cada mensaje.
Le pregunté si le gustaba un atuendo que tenía pensado para el concierto, quería su opinión, aunque en el fondo solo buscaba saber qué pensaba al imaginarme con él.
Me respondió tranquilo, como si todo fuera simple:
—Ponte lo que quieras.
Y esa respuesta me gustó más de lo que pensé. Sentí libertad, y al mismo tiempo, ese cariño suyo escondido en pocas palabras.
Después, grabé un pequeño video con la canción que él me había pedido días atrás. Lo hice pensando en él, en cómo sonreía cada vez que escuchaba mi voz o me veía haciendo algo solo para él.
Cuando se lo envié, me escribió enseguida:
—¿De verdad lo hiciste? Qué hermosa.
Esa respuesta me derritió un poquito.
Luego, sin decir nada más, me mandó una foto mía que tenía guardada y me escribió:
—¿Y esa bella?
Yo le respondí sonriendo:
—Tu mujer.
Y fue lindo, aunque estuviéramos lejos, sentir esa conexión que no se rompía ni con la distancia.
Más tarde le pregunté cómo le había ido en el gimnasio. Me dijo que ese día se había sentido más fuerte de lo normal, que había entrenado mejor que otros días, con más energía.
Me imaginé su sonrisa de satisfacción, el cansancio en sus brazos, y me dieron ganas de estar ahí, viéndolo, acompañándolo.
Seguimos hablando un rato más. Cambiamos de tema, pasamos de las bromas a las cosas cotidianas, a los planes del fin de semana y a todo lo que nos mantenía cerca, aunque fuera por la pantalla.
Antes de despedirnos, le pregunté si él podría ayudarme a definir los rizos.
Se rió y me dijo que sí, que le encantaba cuando hablábamos de esas cosas pequeñas, como si fueran promesas sin fecha.
Y entre risas y mensajes que se volvían cada vez más suaves, el día terminó con esa sensación cálida de tenernos, aunque fuera solo en palabras.