El día anterior me había preguntado si podía venir a mi casa.
Le respondí que sí, y enseguida me dijo que estaba un poco triste.
Le pregunté por qué, qué le habían hecho a mi bebé.
Me respondió con esa forma suya tan dulce:
—Pechichón… quiero tetica y un abrazo.
Al día siguiente me escribió temprano, preguntando si nos íbamos a ver.
Le respondí que sí.
Me bañé, me arreglé con cuidado y esperé.
Cuando llegó, el ambiente se sintió distinto, aunque todavía no entendía por qué.
Nos sentamos a ver Shrek, su película favorita; reímos un poco, como siempre.
Después puse otra película, pero de repente noté que se quedó en silencio, con la mirada perdida.
—¿Qué pasa? —le pregunté con un nudo en el pecho.
—¿Y si te digo que esto se tiene que acabar? —soltó, con una voz baja y seria.
Sentí cómo todo dentro de mí se rompía de golpe.
Le respondí, intentando mantenerme firme:
—Sabía que en algún momento se iba a acabar… solo que no esperaba que fuera tan rápido.
Él bajó la mirada y dijo despacio:
—Me voy. No quiero sonar mal, pero… tú te enamoras muy rápido.
—Debí haberle hecho caso a mi mamá —agregó, como si eso lo justificara.
Se levantó, caminó hacia la puerta y me miró una última vez.
—Abrázame —me dijo.
Lo abracé fuerte, como si pudiera detenerlo, como si ese abrazo pudiera convencerlo de quedarse.
Pero no.
Le dije que se fuera, que no quería que me viera llorando.
Y se fue.
Sentí como si me arrancaran el alma.
El silencio que quedó después dolía más que sus palabras.
Lloré sin poder contenerme, hasta que mi mamá vino a consolarme, a recordarme que respirara, que no todo termina aunque algo se rompa.
Más tarde, con los ojos aún hinchados, le escribí:
—Avísame apenas llegues, para quedar tranquila.
Y poco después me respondió:
—Ya llegué, negra. Gracias.
Fue la última vez que supe de él ese día.
Pero en el fondo, supe que algo se había ido para siempre.