Aquel día las palabras pesaban distinto. No había reproches, solo calma, esa calma que llega cuando el corazón por fin entiende que tiene que soltar, aunque no quiera.
Le escribí con el corazón en la mano, sin filtros, sin miedo a parecer débil.
“Sabes que tienes a una amiga para lo que sea, siempre voy a estar para ti.”
Y aunque me respondió con un simple “muchas gracias”, sentí que ese mensaje decía mucho más de lo que parecía.
Entre frases y silencios, le recordé que no debía cambiar por nadie, que su forma de ser era lo que lo hacía especial.
Me respondió con un “pinky promise jajajaja”, como si ese pequeño lazo de humor pudiera aliviar el peso de lo que estábamos viviendo. Y, de alguna manera, lo hizo.
Le dije que era un hombre con sentimientos bonitos, que nadie debía apagar lo que lo hacía brillar.
Me agradeció por haber entrado a su vida, y yo solo pude sonreír, aun sabiendo que lo que estaba por venir dolería.
“Gracias por entrar a mi vida y darle un giro inesperado”, escribí, mientras sentía un nudo en la garganta.
Su respuesta fue un golpe suave, pero certero:
“Te mereces algo mejor.”
Y aunque intenté convencerlo de lo contrario, su decisión ya estaba tomada.
Aun así, entre todo, hubo ternura.
“Si prometí hacerlo, te hice pinky promise, y eso nunca se rompe”, le dije.
Él respondió agradeciendo, y por un instante, volví a sentir esa conexión que alguna vez fue nuestra.
Después solo quedó un “bye” breve, pero lleno de significado.
Y ahí, frente a la pantalla, comprendí que a veces el amor no se acaba: solo cambia de forma.
Esa conversación fue el cierre que ambos necesitábamos, el adiós más suave que supimos darnos.
Las lágrimas llegaron, sí… pero también la paz.
Porque dentro de todo el dolor, me quedó el consuelo de saber que, de algún modo, todavía nos deseábamos lo mejor.
Y que las promesas hechas desde el alma —esas como el pinky promise—, no se rompen, ni siquiera cuando los caminos se separan.