Le conté por chat que nunca me había definido los rizos.
Me preguntó si quería que lo hiciera, y yo, sin pensarlo mucho, le dije que sí.
Entonces me escribió:
—Si quieres, voy yo.
Y respondí que viniera hoy.
Cuando llegó, sentí un nudo en el pecho. Pensé que mi mente me iba a jugar una mala pasada, pero no… lo vi, y solo pude pensar en lo bonito que se veía.
Tenía esa sonrisa que siempre lograba desarmarme, esa mirada que parecía decirlo todo sin pronunciar palabra. Su presencia llenó la casa, el aire cambió, y por un momento me pareció que el tiempo se detenía.
Casi no hablamos.
Yo trataba de parecer tranquila, como si no me afectara tenerlo tan cerca otra vez, pero por dentro todo se movía. Me concentré en definirle los rizos mientras él hacía unas publicaciones en su celular. Puse música de fondo para romper el silencio, y fue como si, de repente, todo encajara: la música suave, la risa contenida, el roce de mis dedos en su cabello.
Por primera vez me atreví a hacerle moños.
Le quedaban lindos, los rizos resaltaban más, y mientras pasaba mis dedos entre su cabello, lo hacía con cuidado, con cariño… con ese amor que uno cree haber guardado, pero que, frente a la persona correcta, vuelve a salir sin permiso.
Le hice crispetas —o cotufas, como él les dice— y se las comió mientras sonreía con esa forma tan suya, medio tierna, medio distraída.
Le regalé mi buzo de la promo y, entre risas, le dije:
—Unas por otras.
Él lo recibió con esa naturalidad que me mata, como si supiera que ese simple gesto significaba más de lo que yo estaba dispuesta a admitir.
Luego me senté a su lado, en la alfombra.
Se recostó sobre mis piernas y, en voz baja, me dijo:
—Te extraño.
Yo, con un hilo de voz, apenas pude responder:
—Yo también.
Y fue como si con esas dos palabras todo lo no dicho volviera a tener peso.
Su cabeza sobre mis piernas, mis manos en su cabello, y el silencio… ese silencio que decía más que cualquier conversación.
Después le di comida, me dijo que le dolía la cabeza, y entre risas compartimos ese tipo de calma que solo se siente con alguien que ya conoce cada parte de ti.
Mientras seguía definiéndole el cabello, me sobaba las piernas con las uñas, suave, distraído, como si no se diera cuenta del efecto que tenía en mí.
Y al final, me dio un medio abrazo.
Fue un gesto pequeño, casi tímido, pero suficiente para sentir que, por un instante, las cosas eran como antes. Que nada se había roto del todo.
Cuando se estaba quedando dormido, me dijo que ya se iba.
Lo acompañé hasta la puerta y nos despedimos sin decir mucho.
Esa clase de despedidas en las que los ojos dicen más que las palabras.
Le escribí después para que me avisara si había llegado bien.
—Sí, ya llegué —respondió.
—Gracias por todo, también estuvo bacano —agregó.
Y yo solo puse:
—Cuando quieras, jojojo. Que descanses.
Me quedé mirando el chat, sin saber si cerrar la conversación o seguir escribiendo.
Había algo en esa frase suya, “estuvo bacano”, que me sonó a intento de restarle importancia, pero al mismo tiempo sentí que detrás había una forma torpe de decir me gustó estar contigo.
Esa noche no tuve foto, pero me quedé con los recuerdos.
Con la imagen de él sentado frente a mí, con su cabello lleno de rizos, su risa suave y esa mirada que evitaba la mía, como si también temiera sentir de nuevo.
Me quedé con el olor de su perfume en el aire, con el eco de la música, con la tibieza que dejó sobre mis piernas.
Y mientras lo recordaba, entendí que a veces no hace falta una foto para guardar un momento.
A veces basta con haberlo vivido, con haber sentido el corazón latir distinto, con haber recordado lo que era tenerlo cerca sin que el mundo se derrumbara.
Esa noche dormí con una sonrisa.
No por pensar que todo volvería a ser como antes, sino porque, por un ratito, el destino me permitió sentirlo otra vez, sin heridas, sin reproches, solo con la certeza de que todavía había algo ahí…
Algo que, aunque el tiempo pase, sigue respirando entre rizos y recuerdos.