Hablamos de su ida a Perú, de todo lo que implicaba el viaje, de las horas de vuelo, del cansancio, de lo pesado que sería alejarse de su familia y empezar desde cero en otro lugar.
Mientras lo escuchaba, sentí un nudo en la garganta que tuve que disimular con una sonrisa. No quería que notara lo mucho que me dolía imaginarlo lejos.
Por dentro, una voz en mi pecho repetía una y otra vez: no quiero que te vayas, por nada del mundo.
Pero no podía decirlo.
No debía hacerlo.
Tenía que dejarlo ir, aunque mi alma se negara. Ese era su sueño, su meta, algo por lo que había luchado tanto, y yo sabía que no podía ser la razón por la que él se quedara.
El amor, a veces, también consiste en soltar, en permitir que la otra persona vuele aunque eso te rompa un poco por dentro.
Mientras hablaba de los planes que tenía, de los lugares que quería conocer, yo lo observaba con atención. Había tanta ilusión en su mirada que me llenaba de orgullo, aunque también de tristeza.
Era inevitable pensar en todo lo que habíamos pasado juntos, en los días que compartimos, en las risas, en los pequeños momentos que solo nosotros entendíamos.
Y aunque una parte de mí quería detener el tiempo, otra sabía que tenía que dejarlo seguir su camino.
Tal vez más adelante, cuando ambos tuviéramos más madurez, cuando las heridas se hubieran cerrado y el destino nos diera otra oportunidad, volveríamos a encontrarnos.
Lo sentía muy dentro de mí: esto no era un adiós definitivo, era un hasta luego disfrazado de despedida.
Ahora solo me queda seguir sanando.
Sanar cada recuerdo, cada palabra que todavía pesa, cada espacio vacío que dejó en mi rutina.
Sanar eso que todavía duele, aunque ya no lo diga.
Su abrazo antes de irse fue distinto, más largo, más sincero, más lleno de cosas que ninguno de los dos se atrevía a decir.
En ese momento entendí que las palabras sobran cuando dos almas se reconocen.
Fue como si por unos segundos el mundo se detuviera y solo existiéramos él y yo, envueltos en un silencio que decía más que mil conversaciones.
A través de ese abrazo sentí que aún había una oportunidad, que el vínculo seguía ahí, latente, esperando el momento adecuado para volver a florecer.
No era un cierre, era una pausa.
Un punto y coma entre nuestras vidas.
Cuando me abrazó, volví a sentirme como antes: en mi lugar seguro.
Él siempre había sido eso para mí, mi refugio, el sitio donde todo estaba bien, incluso cuando nada lo estaba.
Y en ese instante, mientras sentía su respiración cerca, supe cuánto lo amaba todavía, cuánto lo extrañaba, cuánto me costaría aprender a vivir sin él.
No le pedí que se quedara, porque el amor no se mendiga.
Solo lo miré y le sonreí, tratando de que no notara que por dentro me rompía en mil pedazos.
Lo dejé ir, pero con la esperanza de que el tiempo nos volviera a cruzar, en otro momento, en otra versión de nosotros mismos, donde ya no doliera tanto y todo fluyera como siempre soñamos.