El amor que sentí de ti

Epílogo — El amor que sentí de ti.

Dicen que hay personas que llegan para quedarse
y otras que vuelven cuando el destino lo permite.
A nosotros nos tocó ambas cosas.
Nos fuimos, nos perdimos, crecimos…
pero al final, la vida volvió a cruzarnos.

Había pasado un año desde aquel adiós que dolió tanto.
Yo estaba en otra ciudad, en una cafetería cualquiera,
riendo con amigos, fingiendo que ya todo estaba bien.
Y entonces te vi.
Entre el ruido de las tazas y el aroma a café,
ahí estabas: un recuerdo que volvió a tener rostro.

Nuestros ojos se encontraron y el tiempo se detuvo.
No hubo dudas, ni orgullo, ni miedo.
Solo un silencio que lo dijo todo.
Caminaste hacia mí sin pensarlo,
y antes de que pudiera decir algo,
me abrazaste como si el alma te reconociera antes que la mente.

En ese abrazo entendí que el hilo nunca se rompió,
solo se estiró con la distancia.
Sentí que, a pesar del tiempo,
seguíamos siendo los mismos,
pero distintos, más conscientes, más nuestros.

Hablamos como si el año no hubiera pasado,
como si el universo hubiera pausado el reloj solo para darnos otra oportunidad,
aunque no sabíamos si era para quedarnos o para cerrar el ciclo bien.
Me contaste de tus días, de tus logros, de lo que aprendiste.
Yo te hablé de lo mío, de cómo seguí,
de cómo el amor que sentí de ti nunca desapareció, solo se volvió más tranquilo.

No hubo promesas, ni explicaciones.
Solo una certeza: seguíamos conectados.
Y en medio de esa charla simple y sincera,
supe que a veces el amor no necesita ser eterno para ser verdadero.
A veces solo basta con reencontrarse,
mirarse y saber que, a pesar de todo, valió la pena.

Te fuiste de nuevo, pero ya no dolió.
Esta vez no hubo despedidas tristes,
porque comprendí que el amor, cuando es real,
no siempre necesita quedarse para seguir existiendo.
El amor que sentí de ti sigue vivo,
pero ya no duele,
ya no arde:
solo brilla suave,
como el reflejo del sol en una taza de café,
en aquel instante donde todo volvió a tener sentido.

Y así terminó nuestra historia…
sin un adiós definitivo,
porque los hilos del destino —cuando son verdaderos—
nunca se rompen.




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