Me levanto desnudo, con el cuerpo vibrando de emoción y los ojos llenos de propósito. Hoy es el día. Estoy más que listo para ir al Crustáceo Cascarudo, el mejor lugar del mundo para trabajar… y para soñar.
Miro de reojo y ahí está él, mi mejor amigo, saludándome desde su gran roca.
—¡Hola, Bob Esponja!
—Lo siento, Patricio. Hoy no puedo charlar —respondo mientras mi corazón late con fuerza.
Acelero el paso, con una mezcla de nervios y esperanza, queriendo ver el esplendor de ese lugar que tanto admiro. Me detengo en seco. No lo puedo creer.
Un cartel cuelga en la entrada: "SE NECESITA PERSONAL."
Mis ojos se iluminan. Este es el momento. Hoy… ¡hoy voy a conseguir el mejor trabajo del mundo!
Pero el miedo me atraviesa el pecho como un cuchillo. Las manos me tiemblan. La voz interna me grita que no puedo, que es demasiado para mí, que Don Cangrejo es intimidante, que no soy suficiente… Estoy a punto de salir corriendo, de rendirme.
Y entonces…
—¡Patricio! ¿Qué haces aquí?
—Vine a asegurarme de que hagas lo correcto, Bob.
—No puedo… tengo miedo.
—Mírame, Bob. Mírate a ti. No dudes de quién eres. Consigue ese trabajo —su voz es firme, como una orden cargada de amor.
Asiento. Aprieto los puños. Y me lanzo hacia mi destino.
—¡Estoy listo! ¡Estoy listo! —grito una y otra vez, sintiendo la presión sobre mi cuerpo cuadrado, hasta que lo veo. A él.
La figura más hermosa que han visto mis ojos.
Me detengo. ¿Cómo lo ignoré tanto tiempo? Está limpiando los vidrios del Crustáceo con desdén, hasta que voltea y me lanza una mirada seca, cruda, casi hostil. Me congelo.
Vine por un sueño, y no me iré sin intentarlo. Pero él me da la espalda… y me cierra la puerta en la cara.
Puede ser hermoso, pero su actitud me desarma.
Entro con la cabeza en alto, decidido, pero en cuanto lo veo, pierdo el control. Tropiezo, doy tres vueltas. Ridículo. Don Cangrejo me observa fijamente. Tragué saliva. Todo está perdido.
Aun así, me lanzo:
—Quiero el trabajo.
Don Cangrejo parece dudar. Luego, se gira hacia él.
—¿Qué opinas, Calamardo?
Ahí está. Su nombre. Calamardo.
—No está listo para esto —dice, con esa voz fría y arrogante—. Mírelo nomás.
—¿Qué? —exclamo, sintiendo el ardor del rechazo en la garganta.
Él sonríe con malicia. Se acerca. Me toma con sus largos tentáculos. Me estremezco. No es placer. Es tensión. Es algo más oscuro.
—Lo que oíste. No sirves. Deberías irte.
Su aliento roza mi rostro. Me sacude. Me hiere. Pero no me derrumba. Me lleno de rabia. Y de orgullo.
Estoy a punto de irme. Me siento burlado. Calamardo me observa con una sonrisa pícara que me revuelve el estómago, me enciende algo que no quiero admitir. Trato de disimular. No puedo dejar que se note lo que me provocan esos malditos ojos rojos.
Entonces, llegan.
Autobuses. Decenas. Anchoas, hambrientas y descontroladas. Ahora entiendo por qué buscaban personal.
Me abro paso hacia la salida. Don Cangrejo corre hacia mí, desesperado.
—¡Ayuda!
Lo miro desde arriba.
—Creo que no estoy listo para este trabajo —respondo, dejando que el orgullo hable por mí.
Hace un rato se reían. Ahora me suplican. Qué ironía.
Don Cangrejo obliga a Calamardo a disculparse. ¡A él! Yo no quiero ni escucharlo.
—Lo siento… no fue mi intención —masculla, forzado. Rueda los ojos, derrotado.
No es mi problema. Me río en su cara.
Me doy media vuelta, listo para marcharme. Pero entonces, lo inesperado. Él me detiene. Se acerca, lento, muy cerca. Su aliento vuelve a rozarme, pero esta vez… es diferente.
Se inclina a mi oído, y en un susurro, dice:
—Por favor.
Editado: 17.06.2025