Su aliento roza mi rostro y hago una pequeña mueca. Ese olor... me cautiva. Hay algo en él que suplica, que clama por mi ayuda, pero esta vez no pienso ceder solo porque su bello rostro me lo pida.
—Lo siento… pero debo irme —le digo, firme, sin desviar la mirada.
—¿Quieres que te ruegue, verdad? —me lanza, con las mejillas ya teñidas de rojo.
—No soy de esos… pero si así lo deseas, me encantaría verte hacerlo de rodillas —río, con una malicia deliciosa.
A él no le causa ninguna gracia. A mí, en cambio, me está encantando este juego. Desde la distancia, Don Cangrejo observa cómo Calamardo no logra convencerme. Intenta acercarse, preocupado, pero Calamardo se adelanta y lo detiene con unas palabras inesperadas:
—Tú te lo pierdes —susurra mientras pasa su mano por mi cabeza esponjosa.
Mis piernas amenazan con derretirse. Lo veo alejarse, con esa arrogancia que tanto detesto… y tanto me atrae. Don Cangrejo, atónito, me observa unos segundos más, esperando que reaccione. Y lo hago. Camino tras Calamardo. No solo estoy dispuesto a ayudar… quiero más. Quiero ver qué pueden ofrecerme esos tentáculos más allá del desprecio.
Las anchoas quedaron encantadas con el servicio. Fui brillante. Nací para esto. Siempre quise formar parte del Crustáceo Cascarudo y hoy, aunque estuve a punto de rechazarlo, esos ojos me convencieron de quedarme.
—Muchas gracias, muchacho —dice Don Cangrejo, extendiéndome una tenaza.
Asiento, pero no estoy satisfecho.
—Que me agradezca él —digo con tono altivo, saboreando cada palabra.
La expresión amarga de Calamardo me recuerda que hace poco estuvo a punto de suplicar.
—Hazlo, Calamardo —ordena Don Cangrejo.
Pero él ni siquiera se digna a responder. Voltea la cara y se va directo a la cocina. Don Cangrejo frunce el ceño, molesto. Yo, sin embargo, estoy extasiado.
—Mi trabajo aquí ha terminado —le digo, provocador, esperando que me detenga.
—¡El puesto ya es tuyo! ¡No debes irte! —responde con entusiasmo.
Escucho un golpe en la puerta de la cocina. Alzo la mirada… y ahí está. Es él. Calamardo.
Lleva algo en las manos. Se acerca sin decir nada, y me lanza un delantal al pecho.
—Te lo ganaste —masculla, sin mirarme.
Lo atrapo al vuelo. Le sonrío. Él no mueve ni un músculo, pero hay algo en su silencio. Algo que me dice que, muy pronto… hará mucho más que solo poner caras.
Editado: 17.06.2025