Trabajé hasta tarde en el Crustáceo Cascarudo. La noche ya había caído sobre Fondo de Bikini, pero lo único que podía ver era la silueta de Calamardo alejándose, con paso firme y sin siquiera voltearse a despedirse. Estaba molesto. Lo sabía. Todo lo que pasó durante el día lo dejó irritado… aunque también había algo más en su mirada, algo que no supe descifrar.
Yo no lo detuve. Solo lo vi irse. ¿Quién era yo para pedirle algo? ¿Quién era yo… para amarlo en silencio?
Mucho después salí yo. Cerré el restaurante con cuidado, intentando no pensar en lo que me dolía. Había conseguido el trabajo que tanto había soñado, y sin embargo, no podía sentirme del todo feliz. Porque la única mirada que quería ver esa noche no estaba allí.
Fue entonces cuando la vi. Una figura en apuros, a lo lejos. Algo se movía con desesperación. Me acerqué y, tras revisar mi libro de especies, confirmé que era una ardilla terrestre. Una almeja gigante la estaba atacando. Corrí sin pensarlo. Quise salvarla… pero terminé siendo yo el que casi se convierte en cena.
Logré escapar, por suerte. La ardilla, agotada, apenas lograba respirar dentro de su casco.
—¿Estás bien? —le pregunté, aún agitado.
—Sí… gracias —respondió, jadeando.
—¿Cómo te llamas?
—Arenita. ¿Y tú, amigo cuadrado?
—Soy Bob Esponja —le respondí, con una sonrisa forzada.
Intenté prestar atención mientras hablaba. Me contó que amaba el karate, que era nueva, que buscaba amigos. Y aunque me caía bien, algo dentro de mí me decía que estaba en otro lugar. Mi mente no podía dejar de pensar en él.
En Calamardo.
En cómo su voz resonaba en mi cabeza incluso en el silencio.
En cómo sus ojos, aunque fríos, sabían encender algo en mí que nadie más lograba tocar.
—¿Quieres venir a tomar el té a mi casa? —me preguntó Arenita.
—Gracias… pero debo irme. Trabajo muy temprano mañana —me disculpé, cortés pero distante.
—Que pases una buena noche… y gracias otra vez —me dijo, con dulzura.
Me alejé, con una sonrisa amable… pero el corazón en otra parte.
Porque yo no quería una nueva amistad.
Yo solo quería que, aunque fuera una vez… Calamardo se diera vuelta, me mirara, y me dijera que también pensaba en mí.
Esa noche no pude dormir.
Me revolvía en mi cama una y otra vez, pensando en lo que pasó… pero sobre todo, en lo que no pasó. En cómo Calamardo se fue sin mirarme. En cómo me dolió más de lo que debería.
Así que decidí salir. El mar estaba en calma, y en el fondo todo parecía respirar en silencio. Caminé sin rumbo, con las manos en los bolsillos y el corazón enredado.
Sin darme cuenta, terminé cerca del Crustáceo Cascarudo. La luz de la cocina seguía encendida. Me acerqué con curiosidad, en puntillas, y desde la ventana lo vi.
Calamardo.
Estaba allí, solo, limpiando su clarinete con esmero. Se veía cansado… y hermoso. Había algo en la forma en que se movía, lento, meticuloso, que siempre me hipnotizaba.
Toqué la puerta con suavidad.
Él se sobresaltó un poco al verme, pero no dijo nada. Solo abrió la puerta y se apartó para dejarme pasar.
—¿Qué haces aquí tan tarde? —preguntó, sin mirarme directamente.
—No podía dormir —dije, bajando la voz—. Creo que… necesitaba ver si tú tampoco podías.
Hubo un silencio. De esos que pesan pero no duelen.
Caminé hacia la barra, y sin querer, tropecé con un balde de agua que él había dejado en el suelo. Perdiendo el equilibrio, caí hacia él… y en ese instante, sucedió.
Lo toqué.
Mi cuerpo chocó con el suyo. Su brazo me sostuvo, firme. Sentí sus tentáculos alrededor de mi cintura, apenas por un segundo. Mi mejilla rozó su pecho. Y él… no me soltó de inmediato.
Nadie dijo nada.
Sus ojos estaban fijos en los míos. No había rabia. No había desprecio. Solo una especie de desconcierto contenido. Sus pupilas temblaron. Y yo también.
—Perdón… fue un accidente —susurré, sin moverme.
Él no respondió. Solo tragó saliva. Su mirada bajó a mis labios… por un instante eterno.
Y entonces, como si el mundo hubiera recordado que aún giraba, él dio un paso atrás.
—Ten más cuidado, Bob —dijo con frialdad forzada, dándose la vuelta—. Puedes romper algo… o romperte tú.
Me quedé ahí, en silencio. Mirando su espalda, preguntándome si lo que acababa de pasar fue real… o si solo era mi deseo, disfrazado de casualidad.
Pero esa noche, cuando volví a casa, su tacto seguía en mi piel.
Y su silencio… en mi corazón.
Editado: 17.06.2025