El amor Secreto de Bob y Calamardo

TENSIÓN

A la mañana siguiente, fui a trabajar como si todo estuviera normal.

Pero no lo estaba.

Desde el momento en que crucé la puerta del Crustáceo Cascarudo, sentí que algo vibraba en el ambiente. Como si el aire se hubiera vuelto más denso. Más tibio. Como si mis sentidos estuvieran completamente despiertos… solo por él.

Calamardo ya estaba en su puesto, como siempre, con los brazos cruzados y esa expresión aburrida que tanto amaba odiar.

Lo saludé con mi sonrisa de siempre. Pero esta vez fue más difícil mantenerla.

—Buenos días, Calamardo…

—Ajá… —respondió sin levantar la voz, pero levantó la vista.

Nuestros ojos se encontraron.

Fue un segundo.

Pero un segundo suficiente para sentir cómo me temblaban las piernas.

Había algo distinto en su mirada. No era molestia. No era desprecio. Era otra cosa… más suave, más lenta. Algo que me recorría la espalda como una gota tibia de agua salada.

Me dirigí a la cocina, intentando concentrarme en las órdenes del día. Pero no podía. Cada vez que salía al mostrador, lo sentía observándome. De reojo. A través de la ventanilla. Desde su puesto.

Y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, él no apartaba la vista de inmediato.

Se quedaba.

Y yo también.

—¡Bob! ¡Que no se te quemen las papas! —gritó Don Cangrejo desde su oficina.

Me sobresalté. Estaba tan perdido en esa tensión invisible que olvidé que el mundo seguía girando.

Calamardo se rio por lo bajo. Esa risa que nunca le había escuchado antes. Una risa casi cómplice… casi traviesa.

La jornada siguió, cargada de silencios que hablaban demasiado. De pasos que se rozaban cerca de la cocina. De pequeños gestos que solo alguien enamorado notaría: un resoplido fingido para llamar mi atención, una ceja alzada cuando creía que no lo veía, una pausa innecesaria frente al fregadero mientras yo pasaba detrás de él.

Cada uno de esos momentos me aceleraba el corazón.

Pero ninguno de los dos decía nada.

Todo se quedaba en eso: miradas que se chocaban como olas, suspiros que se escondían entre el vapor de las frituras, y esa cercanía que empezaba a doler.

Cuando terminó el día, él se quitó el delantal con calma. Yo fingía limpiar una mesa, pero estaba más pendiente de sus movimientos que de la mugre.

—Hasta mañana, Bob —dijo, con voz neutra… pero sus ojos me sostuvieron un instante más de lo necesario.

—Hasta mañana, Calamardo —respondí, tragando saliva.

Y cuando la puerta se cerró tras él, me dejé caer en la silla más cercana.

Ese día no pasó nada.

Pero todo había pasado.

El día siguiente fue… más de lo mismo. Pero más intenso.

Llegué temprano al Crustáceo Cascarudo, con la esperanza de verlo antes de que llegara Don Cangrejo. No sabía por qué, pero quería… compartir el silencio de la mañana con él.

Calamardo ya estaba ahí.

Sentado frente a su clarinete, como si llevara horas pensando algo que no quería confesar. Cuando me vio, no dijo nada, pero sus ojos bajaron rápido… como si esconderlos fuera más fácil que enfrentar lo que estaban diciendo.

Trabajamos sin hablar mucho. Pero eso no significaba que no pasara nada.

Porque pasaba. Todo el tiempo.

Cada vez que pasaba a su lado, notaba cómo su cuerpo se tensaba apenas un segundo. Cómo me seguía con la mirada cuando creía que no me daba cuenta. Cómo sus dedos tamborileaban con nerviosismo sobre el mostrador cuando yo me agachaba a recoger algo.

Y entonces sucedió.

Estábamos los dos en la cocina, acomodando las cajas del refrigerador. Él abrió la puerta de abajo y yo fui a alcanzar una de las botellas del estante superior. Sin darnos cuenta, nos encontramos ahí, entrelazados por el espacio reducido.

Mi mano rozó la suya.

Solo un instante. Apenas un roce.

Pero fue suficiente para que mi piel se encendiera como si me hubieran lanzado aceite caliente. No por dolor. Por todo lo contrario.

Él también lo sintió. Lo sé porque se quedó quieto. Sus dedos temblaron. Y no apartó la mano de inmediato.

Fue como si el mundo dejara de girar. Como si el Crustáceo desapareciera y solo quedáramos nosotros dos… en ese rincón demasiado estrecho y demasiado lleno de emociones no dichas.

—Lo siento… —susurré, retirando la mano con lentitud.

—No te preocupes —dijo, casi en un murmullo. Su voz sonó distinta. Más baja. Más cercana.

Nos quedamos ahí, sin movernos. Respirando el mismo aire. Escuchando el eco de ese roce que parecía no querer apagarse.

Hasta que se oyó la campanilla de la puerta principal. Un cliente.

La realidad regresó como un balde de agua fría.

Calamardo se alejó primero. Caminó hacia el mostrador con esa misma calma forzada que usaba cuando quería que nadie notara que estaba alterado.

Yo me quedé un momento más en la cocina, con la mano aún temblando.

Un roce.

Un segundo.

Y ahora… ya no podía mirar sus manos sin pensar en cómo se sintieron contra las mías.



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En el texto hay: amigos, drama, alcohol

Editado: 17.06.2025

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