El amor Secreto de Bob y Calamardo

BENDITOS CELOS

El Crustáceo Cascarudo vibraba con el ritmo usual: el chisporroteo de las frituras, las risas de las anchoas, y mis pasos, como siempre, rápidos y felices.

Pero hoy… tenía visita.

—¡Bob! —gritó Arenita al entrar, agitando una mano enfundada en su traje.

—¡Arenita! —corrí a saludarla con una energía que me brotó sin pensar.

Nos dimos un pequeño abrazo (bueno, lo más cercano que se puede con un casco de vidrio de por medio), y enseguida comenzamos a hablar. Risas, bromas, anécdotas de karate… todo fluía con tanta facilidad que ni noté que alguien nos estaba mirando.

Pero él sí.

Desde su puesto, Calamardo no quitaba los ojos de nosotros.

Su ceño estaba más fruncido que de costumbre, y el movimiento de su tentáculo tamborileando sobre la caja registradora era cada vez más acelerado.

No dije nada. Pero lo sentí. Esa electricidad amarga que flotaba desde su dirección.

Cuando Arenita pidió un batido de algas y fue al mostrador a pagarlo, se encontró de frente con él.

—Aquí tienes, ardillita —dijo Calamardo sin mirarla.

—Gracias, Calamardo. —Ella sonrió… y luego lo notó. La forma en que no paraba de apretar los botones sin sentido. La manera en que sus ojos saltaban de ella a mí, de mí a la cocina.

—¿Estás bien? —preguntó, arqueando una ceja bajo el casco.

—Perfectamente —contestó él, tan seco como una roca bajo el sol.

Ella no se movió. Lo miró con esa mezcla de curiosidad y certeza que tiene cuando está a punto de descubrir algo importante.

—¿Te molesta que esté hablando con Bob?

Él dejó de apretar los botones.

Silencio.

Un silencio largo. Tenso. Incómodo.

—No seas ridícula —masculló finalmente, sin atreverse a mirarla a los ojos.

Pero ella no compró esa respuesta tan fácilmente. Se acercó un poco más.

—¿Te gusta Bob?

Calamardo parpadeó.

No una, ni dos, sino varias veces. Como si su cerebro estuviera intentando reiniciarse.

—¿Qué? ¡Claro que no! ¡Eso es absurdo!

Pero su voz se quebró levemente en la última palabra. Y eso fue suficiente para que Arenita esbozara una sonrisa ladeada.

—No te preocupes. Tus secretos están a salvo conmigo, Calamardo.

Y se fue.

Lo dejó ahí, tieso, confundido, con la mandíbula apretada y los ojos fijos en el suelo.

Desde la cocina, sin saber nada de lo que acababa de pasar, yo seguía canturreando mientras lavaba los platos. Pero algo me decía que había una tormenta formándose muy cerca de mí… una tormenta que tenía forma de calamar celoso.

Desde aquella charla con Arenita, algo cambió en Calamardo.

Ya no eran solo las miradas furtivas, los roces accidentales o los silencios incómodos. Ahora… era distinto. Más frío. Más hiriente.

Esa mañana, llegué al Crustáceo Cascarudo con la misma energía de siempre. Dispuesto a sonreírle, a decirle algo bonito, a buscar —quizás sin admitirlo— ese pequeño momento en el que él me miraba como si… como si sí.

Pero apenas crucé la puerta, lo supe.

—Llegas tarde —me soltó sin siquiera levantar la vista del mostrador.

—¿Qué? Pero… son las ocho en punto —respondí, confundido.

—Entonces estás tarde para ser puntual —replicó con ese tono seco que solía usar con los clientes molestos. Solo que ahora era para mí.

Intenté no tomarlo personal. Quizás era un mal día.

Pero el mal día se volvió una mala semana.

Cada vez que intentaba hablar con él, me respondía con monosílabos. Cuando le ofrecía ayuda, me decía que estorbaba. Cuando me reía cerca de él, me pedía silencio con una mirada tan cortante que casi podía sentirla en la piel.

Y lo peor: las miradas se habían ido.

Las que antes me seguían cuando me movía, ahora se escondían. Las que me hacían sentir visto, especial… ahora eran evitadas. Rechazadas.

Solo Arenita parecía notar lo que pasaba.

Un día, mientras almorzábamos en la parte trasera del Crustáceo, me miró con preocupación.

—¿Todo bien entre tú y Calamardo?

—Creo que sí… aunque, últimamente está muy raro conmigo.

Ella bajó la voz y me miró con esa seriedad que no usa muy seguido.

—A veces, cuando alguien siente algo que no quiere aceptar… se esconde detrás de una pared bien alta. Y empieza a lanzar piedras para que nadie se le acerque.

No entendí del todo en ese momento.

Pero esa tarde, mientras limpiaba el piso y accidentalmente le mojé los tentáculos con el balde, lo supe.

—¡¿Estás ciego o qué, Bob?! —me gritó con una furia desproporcionada.

Me quedé congelado.

Él me miraba, respirando agitado, con los ojos ardiendo… pero detrás de esa rabia, había algo más.

Algo parecido al miedo.

Arenita, que estaba justo a unos metros, lo observó en silencio. Su expresión lo decía todo.

Él no me odiaba.

Me deseaba.

Y eso era exactamente lo que lo estaba destruyendo.



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En el texto hay: amigos, drama, alcohol

Editado: 17.06.2025

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