Pasaron las horas. Trabajé como nunca: enfocado, silencioso… casi como si no fuera yo. No cometí ni un solo error con las cangreburgers, ni me reí de mis propios chistes. Solo hice lo que debía hacer. Sin esperar nada de nadie.
Y, aun así, podía sentir su mirada sobre mí.
La de Calamardo.
No lo miraba, pero sabía que él sí lo hacía. De reojo. A escondidas. Como si no pudiera evitarlo.
Y justo cuando empecé a olvidarme de todo… entró alguien al local.
Era alto, delgado, con aletas marcadas y unos ojos verdes que parecían brillar más que el agua misma. No lo había visto antes, así que deduje que era nuevo en Fondo de Bikini. Se acercó a la barra con paso seguro, pero lo más extraño fue que su mirada no era para Calamardo.
Era para mí.
—Hola —me dijo, apoyándose casualmente—. ¿Tú eres Bob, cierto?
Me giré, un poco sorprendido.
—Sí… ¿nos conocemos?
—No, pero me hablaron de ti. Trabajo en el Coral Gym, soy entrenador. Dicen que eres el mejor cocinero por aquí.
Sonreí. Una sonrisa sincera. De esas que me nacen cuando alguien me hace sentir visto… de verdad.
—Oh… bueno, intento dar lo mejor.
—¿Y también eres tan divertido como dicen? —añadió, guiñándome un ojo.
Sentí cómo mis mejillas se calentaban. Me rasqué la nuca, algo nervioso.
—A veces…
Detrás de mí, en el mostrador, sentí la tensión. No tuve que mirar para saber que era él.
Calamardo.
No dijo nada. Pero podía imaginar su ceño fruncido. Sus brazos cruzados. El modo en que apretaba los dientes.
Y no entendía por qué. O… tal vez sí.
Entonces llegó Arenita, secándose las manos con un trapo.
Notó la escena. El chico hablándome. Yo sonrojado. Y Calamardo… tenso.
Ella lo miró directamente. Como si pudiera leerle el alma.
—¿Todo bien, Calamardo?
Él contestó con ese tono seco que usa cuando no quiere admitir lo que siente.
—Perfectamente. ¿Por qué no lo estaría?
Arenita frunció el ceño, bajando un poco la voz, sin apartar los ojos de él.
—¿Te pasa algo… con Bob?
Calamardo giró hacia ella como si la hubiera abofeteado con esas palabras.
—No seas ridícula. Me da igual lo que haga ese… ese cuadrado molesto.
Arenita se lo quedó mirando un segundo más… y luego simplemente sonrió. No dijo nada más. Pero en su mirada había una certeza.
Y Calamardo lo supo.
Se quedó solo.
Con su orgullo.
Con su máscara.
Y con un corazón que, aunque lo negara… se le estaba rompiendo en silencio.
Los días siguientes fueron extraños.
Volví a ser yo… o por lo menos, eso intentaba. Sonreía. Reía. Hacía chistes. Y trabajaba como siempre, pero con un poco más de conciencia sobre quién me miraba y desde dónde.
Calamardo había vuelto a hablarme… pero no como antes.
Ahora era cortante.
Frío.
Hostil, incluso.
Y, aún así, seguía notando cada vez que alguien me hablaba.
Sobre todo él.
El chico del Coral Gym—se llama Kai—volvió al Crustáceo Cascarudo dos veces más esa semana. En ambas ocasiones me buscó a mí.
Me preguntó por mi comida favorita.
Me dijo que le gustaba mi voz.
Incluso me preguntó si salía con alguien.
Yo solo reía. Me hacía el tonto. No sabía cómo actuar. No estaba acostumbrado a… eso.
Lo que sí sabía era que Calamardo no podía soportarlo.
Hoy, mientras le servía a Kai una cangreburger con papas extra, escuché cómo Calamardo resoplaba desde su caja registradora.
—Qué maravilla —masculló sin mirarme—. El chef del amor.
—¿Dijiste algo? —le pregunté, sin querer sonar demasiado esperanzado.
—Nada. Solo… que podrías concentrarte un poco más en tu trabajo en lugar de… coquetear con clientes.
Me quedé en silencio.
Eso me dolió.
No tanto por lo que dijo.
Sino por cómo lo dijo.
Kai lo notó.
—¿Ese tipo siempre es así contigo?
—No siempre —respondí—. Solo cuando… no entiende lo que siente.
Kai me miró raro, pero no preguntó más.
Esa noche, mientras recogía unas cajas de pepinillos, Calamardo se acercó a mí. Ya no había nadie en el restaurante. Solo él y yo.
—¿Te estás divirtiendo mucho con tu nuevo amiguito?
—¿A ti qué te importa? —le contesté, sorprendido por mi propio tono.
Calamardo me miró con los ojos entrecerrados, como si luchara contra algo dentro de él.
—Solo me parece curioso que alguien tan patético como tú consiga tanta atención…
—¿Sabes qué es curioso? —le dije, alzando un poco la voz—. Que parezcas odiarme tanto y, sin embargo, no dejes de mirarme.
Se quedó helado.
No respondió.
Yo lo miré… esperando algo.
Una respuesta.
Una confesión.
Cualquier cosa.
Pero lo que salió de su boca fue un susurro venenoso.
—Me generas asco.
El silencio que quedó fue peor que cualquier grito.
Me tragué el nudo en la garganta, asentí con la cabeza… y me fui.
Esa noche lloré.
No solo por lo que dijo.
Sino porque, por un momento, había creído… que podía haber algo más.
Me prometí olvidarlo.
Dejarlo atrás.
Y si tenía que seguir sonriendo frente a él todos los días… lo haría.
Porque nadie debía notar cuánto me dolía.
Pero algo me decía que, mientras yo aprendía a dejarlo ir…
él empezaba, por fin, a entender que me estaba perdiendo.
Los días se volvieron más fáciles con Kai.
Me hacía reír. Me escuchaba. Y, sobre todo, no me hacía sentir mal por ser quien soy. A veces pasaba al restaurante sólo para preguntarme si ya había almorzado, o si quería ir a caminar después del turno. Yo no siempre aceptaba, pero solo su presencia me daba un alivio que no sabía que necesitaba.
Editado: 17.06.2025