El Ángel de Cristal

Capítulo 1

Sueño

Búscame. Necesito tu ayuda, libérame de mi prisión. Estoy en peligro. Los cazadores ya vienen. Los cazadores ya vienen.

—¡JESSICA! Despierta, o llegarás tarde a la excursión del museo. No me obligues a ir por ti, jovencita.

Desperté sobresaltada, más no por el grito de buenos días de mi madre. Si no por ese sueño otra vez. Comenzó apenas terminó el verano, cuando el otoño hizo su aparición, se repetía constantemente dándome dolores de cabeza. La verdad no podía sacarme esa voz de la cabeza, incluso casi me hace averiar un auto cuando reparaba el motor. Me olvidé que estaba en el taller mecánico de mi papá, pero la verdad me hacía sentir bien dormir aquí, rodeada de herramientas. Además de que mi habitación está aquí. No es que no tenga una habitación libre, es que fue mi decisión. Algunas veces tenía insomnio y comenzaba a reparar cosas que dejaba papá pendiente, él me enseñó todo lo que se dé mecánica; desmontarlo, armarlo y hacer una versión 2.0 de la maquinaria en cuestión. Me levanté corriendo un mechón de mi cara, mi cama era una litera empotrada en la pared, justo arriba de mis cajones de ropa interior. Baje de un salto y arme la cama. Corrí la cortina viendo como la nieve cubría la copa de los árboles. Caminé hasta llegar al pequeño baño que estaba al lado del placard. Me mire en el espejo, cabe recalcar que tengo un parentesco con mi padre. Tenía mi piel morena, cabello ondulado y castaño, el cual normalmente lo amarro en una trenza. Mis ojos eran avellanas, en cuanto a mi apariencia física, se podría decir que soy una chica alta, de hombros anchos. Me lavé la cara y los dientes, me acerqué hasta el placard sacando la ropa que utilizaría hoy: una camiseta manga larga negra, un buzo gris y un anorak verde militar. Después unos vaqueros azul oscuro, y botas de invierno marrones. Tome mi mochila saliendo del taller directo a la cocina. 

—Buen día, hija—saludo mi padre. Era alto y musculoso con cabello oscuro, piel morena, barba recortada de forma desigual. Sus ojos eran negros. Llevaba puesto su ropa de mecánico de color azul y celeste, aun lado de su pecho tenía bordado el nombre: THIAGO.

—No tengo que recordarte que llegas dos minutos tarde—dijo mi madre, poniendo un plato de waffles con miel y huevos. Ella era menuda, con cabello oscuro, ojos avellanas, orejas puntiagudas y un rostro afilado. Sonríe cuando el momento lo dice, y cuando es necesario puede ser estricta como un militar. Como ahora—. Apúrate, desayuna rápido para que tomes el autobús.

—Si, mamá—sentencie rodando los ojos. Comí con ansias, la verdad que muy rápido, desde anoche que no comí nada por tratar de arreglar el alternador de un Chevrolet Impala. Eso me recuerda—. Papá, deje el alternador a medio terminar, solo tienes que ajustarlo con una llave de cinco octavos, y asegúrate de que el regulador de voltaje esté conectado.

—Entendido capitán—hizo el saludo militar, se levantó de su asiento y dejó un casto beso en la coronilla de mi cabeza—. Te quiero, cuídate en el viaje. Y no causes problemas a los profesores—se despidió yendo directo al taller.

—¡Yo también te quiero, papá!—medio grité para que me oyera. Me limpie la boca y termine de tomar el jugo para ir con mi madre al instituto. 

El instituto Castier estaba ubicado a unas calles del centro de Portland, mi madre me dejaría en una calle para después irse a su trabajo. Como reportera del canal de noticias, tenía que estar donde la llamaran. El viaje se mantenía tranquilo, mamá escuchaba la radio del auto sintonizada en uno que informa el clima. Por mi parte, tenía los audífonos puestos escuchando a Green Day. Todavía seguía pensando en ese sueño, solo escuchaba la voz, ninguna imagen ni nada, solo una voz. Algunas veces cambiaba de femenina a masculina, de niño a niña. Así sucesivamente, tocaron mi hombro saliendo de mis pensamientos. Estábamos al frente del instituto, como todas las construcciones antiguas de Portland, pertenecía a la Era Victoriana. Antes de demolerla, el nuevo gobernador, decidió reformarla y abrirla como una escuela pública. Me baje del coche, mi madre me dio cincuenta dólares para el almuerzo y salió despedida cuando la llamaron del noticiero. Crucé la calle viendo a dos autobuses escolares, subiendo mis compañeros de curso y los del tercer año en el otro. Estaban tomando lista y por suerte soy la última. 

—Jessica Andrómeda Martínez—dijo el profesor Pierce de arte.

—¡Presente!—dije entrando a la fila. El anoto y nos hizo una seña para que subieramos. Tome el anteúltimo asiento doble. Mire por la ventana como la nieve caía, con los audífonos puestos escuchando ahora Mcfly. El autobús arrancó. Dos manos taparon mi visión y sentí su respiración en mi oído.

—Adivina quién soy, cariño—dijo una voz juguetona que me hizo sonreír de oreja a oreja. Tome ambas manos y las bese.

—Hola Leila—dije abrazándola, dejando besos por toda su cara. (Sip, estoy con una chica, ¿y que?, El mundo no se va caer por eso). Leila era como la viva imagen de campanilla de Peter Pan, sin alas, vestida con camiseta blanca, campera como pantalones vaqueros y unas botas. Menuda con facciones delicadas, pelo rubio y corto peinado como el de una duendecilla, y unos ojos verde manzana que brillaban con humor. Yo solía mirar las pecas de su nariz y trataba de contarlas. Irradiaba alegría. Es la única forma en que puedo expresarlo

—Mira—rebuscó en su mochila sacando una bolsa con galletas de miel recién hechas. Me las tendió y el olor dulzón inundó mis sentidos—. Hice tus favoritas, pero es cuando estamos a la hora del almuerzo. Así que cuidadito con tocarlas—sentenció señalándome de forma acusatoria. 

—Es verdad, Jess. Nunca dejas nada para el prójimo—dijo Ganzhel sentado al frente. Era chino-americano, su cabello era azabache muy corto, con una constitución atlética y brazos y piernas bien musculados, piel oliva, gafas de montura plateada que protegían sus ojos oscuros—, y yo, que te había dado mis rollos primavera. 




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