El Ángel de la muerte

1.

Capítulo 1 – La Tentación de Lucian

Estoy sola.
O eso creo.

El pitido del monitor marca un ritmo que ya no me pertenece. Cada inhalación quema; cada exhalación me desangra en silencio. El aire huele a flores muertas —un perfume dulce y húmedo que me sigue como una memoria funeraria—. Afuera, mis padres lloran. Sus voces trepan por la madera de la puerta con la torsión del miedo. Quisiera abrir y aferrarme a ellos, decirles que aún resisto, pero mi cuerpo es un objeto que se niega a obedecer.

El cuarto emana muerte y enfermedad.
El hombre de la cama contigua ha estado dormido desde ayer, su respiración una sombra que se deshilacha en la noche. No lo conocí; su familia no está. Solo sé que sus ojos eran hollín cuando me miraron por última vez.

Un gemido, seco, corta la habitación.
El monitor del hombre vecino cae en un silencio que suena como una sentencia. Las enfermeras murmuran fuera de cámara, pasos rápidos, voces que intentan calmar lo inevitable. Un eco de zapatos. Un cierre de cortina. Y luego: el vacío.

La luz fluorescente se quiebra en un parpadeo y algo cambia en el aire. No es frío ni calor: es expectación. Una expectativa que se posa sobre mi pecho como piedra.

Escucho un sonido que no debería existir allí: algo que se arrebata desde más allá del dolor. Es un murmullo acompañado de rasguños, de telas que se tensan. La cortina entre las camas se mueve sin viento. Y una figura surge por la rendija, primero como contraluz: la del hombre muerto, erguido, con la boca abierta en una mueca que no sé si es dolor o hambre.

No tiene la torpeza de la muerte real. Se mueve con la precisión de quien ya conoció la oscuridad y ahora la practica. Sus ojos están vacíos; la piel, demasiado pálida, cuelga donde debería tensarse. Avanza, lento, como una promesa que se cumple.

Mi voz se niega. Mi lengua es un plomo. Todo mi cuerpo es un territorio conquistado por el cansancio. Lo veo acercarse y, sin saber por qué, recuerdo la voz de mi madre: “Dios cuida de los que sufren”. Rezo sin palabras. Intento aferrarme a ese hilo. Pero el hombre muerto ya ha cruzado el borde de mi cama.

No grita. No necesita gritar. Su mano encuentra mi cuello con la delicadeza de quien conoce la anatomía del silencio. No siento sus dedos tanto como siento la presión de un destino que se cierra. Mis dedos, inútiles, buscan su mano, mi cama, el aire.

Entonces algo más rompe la habitación: una voz, no humana, hecha de muchas voces, que recita palabras sin forma —sílabas antiguas y rotas—. No son latín ni lengua conocida; son un rezo torcido, un conjuro que vibra en los huesos. La voz sale de la boca del hombre, o de la cortina, o del hueco donde las sombras se encuentran. Se enrolla alrededor de mi garganta como hiedra.

Mi visión se estrecha. Veo manos que no existen tirando de mí. Siento el mundo inclinarse. Pienso en mis padres, en su olor a jabón barato, en la risa de mi hermano que ya se fue. Pienso en todo lo que me ata al aquí. Y sin embargo, la oscuridad es entretenida: promete que el dolor se detiene si dejo de luchar.

Justo cuando el aire parece a punto de cerrarse, una corriente de luz —mínima, casi burlona— corta la garganta del conjuro. El peso sobre mi cuello se aligera. El hombre muerto se tambalea como si le hubieran arrancado un músculo esencial. La voz que canturreaba se rompe en mil fragmentos.

La cortina cae. El hombre cae hacia atrás con un sonido húmedo. Respira, pero su respiración ya no es humana: es un eco de algo que ha sido poseído y expulsado a la vez. Sus ojos me miran, y en ellos hay una súplica ahogada, una conciencia que me pide perdón por usar su cuerpo como puente.

Una sombra más allá de la cortina se retira como una lengua de humo. Y entonces lo siento: una presencia que no viene del hombre ni de la cortina. Algo más antiguo, más deliberado.

El aire se vacía de flores muertas para llenarse de ceniza. En la puerta aparece una figura con la calma de quien viene a cobrar cuentas. Alto. Elegante. Su traje negro absorbe la luz como si fuera la verdad misma negándose a reflejarse. Sus ojos —profundos, como brasas apagadas— me atraviesan.

Lucian.

No hay anuncio. Mi alma lo reconoce como se reconoce el abismo.
—Ruze —su voz es un terciopelo cortante—. No tienes por qué seguir sufriendo. Ven… déjate ir.

Sus palabras se arman con miel. Detrás de la caricia hay hambre. Detrás de la promesa, un vacío dispuesto a tragarse todo lo que tengo. Las sombras que dejó el conjuro se inclinan hacia él, como si fueran cortesanos ante su señor.

El crucifijo en la pared vibra con un espasmo mecánico. Las luces titilan con fatiga. La habitación se curva y el techo parece alejarse hasta convertirse en cielo hostil. Mis manos tiemblan y me duelen, pero algo dentro de mí se aferra a la memoria de unas manos que me sostuvieron, a la voz de mi madre pidiendo al cielo por mí.

—Todavía no —murmuro, aunque la palabra me cuesta sangre.

Lucian sonríe. La sonrisa no es humana; es un gesto aprendido para engañar cuerpos que alguna vez fueron de carne. Donde pisa, la sombra se derrama como tinta en agua. Del fondo de esa sombra salen susurros: nombres, promesas de olvido, juramentos de descanso. Prometen que no volveré a sentir.

Mis lágrimas se calientan y caen. El cáncer advirtió mi cuerpo de mil maneras, y ahora el mundo me ofrece un final pulido en bandeja. Mi alma está cansada. Quisiera rendirme. Quisiera que el dolor acabe.

Pero el amor me sostiene como un nudo en la garganta. El recuerdo de la mano de mi padre, la frase de mi madre, la risa de mi hermano que fue la única luz que conocí… algo pequeño pero feroz pulsa dentro de mí. No me dejará ir sin pelear.

Lucian inclina la cabeza, como quien observa una flor rara.
—¿Por qué resistes, niña humana? —su voz se convierte en coro, la mezcla de muchas bocas que hablan en una misma lengua—. Nadie puede salvarte de ti misma.




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