Capítulo 2 – La Muerte y el Ángel
El amanecer no entra por la ventana.
Solo una claridad pálida, de hospital, sin calor ni color.
Huele a flores muertas. A despedida.
El médico está frente a mis padres.
No los miro directamente; no necesito hacerlo para saber lo que dice.
Su voz tiene ese tono que usan los que ya han perdido toda esperanza, pero todavía deben parecer fuertes.
Habla en susurros que pretenden ser profesionales, pero son apenas una caricia triste:
—Está muy débil. Los pulmones colapsaron anoche. No hay respuesta a los fármacos.
Hace una pausa.
—Serán cuestión de horas. Quizás menos.
Silencio.
Solo el pitido rítmico del monitor lo acompaña, marcando la distancia entre el mundo de los vivos y el mío.
Mi madre asiente sin entender, con los ojos tan abiertos que parecen de vidrio.
Mi padre aprieta su mano, como si la suya pudiera impedirle romperse.
Y en ese gesto —tan humano, tan inútil— hay una belleza que me parte en dos.
El médico se marcha.
La puerta se cierra con un sonido que parece definitivo, como si clausurara el tiempo.
Mis padres se acercan a la cama.
No sé quién de los dos toma primero mi mano, pero siento el temblor de ambos.
Quieren decir tantas cosas, y a la vez no hay nada que decir.
Todo se reduce a eso: a amar lo poco que queda.
—Hija —susurra mamá, con la voz hecha trizas—. No tienes que ser fuerte… ya no.
Intento sonreírle, pero mis labios no responden.
—Siempre lo he sido por ustedes —murmuro—. Solo… quédense aquí. No quiero que me dejen sola.
Mi padre no habla.
Sus ojos están rojos, su respiración entrecortada.
Le he visto llorar dos veces en mi vida: cuando murió mi abuela, y ahora.
Él fue quien me enseñó a montar bicicleta, quien me levantó cada vez que caí, y ahora lo veo mirarme como si yo fuera un recuerdo que se disuelve frente a él.
Las horas se vuelven blandas, largas.
El tiempo se mide en pitidos, en respiraciones que se apagan.
A veces cierro los ojos y creo que duermo, pero solo floto entre dos mundos.
La enfermedad ya no duele como antes.
Solo pesa.
Es un cansancio que no se alivia ni con el amor ni con la fe.
Y, sin embargo, el amor es lo único que todavía me mantiene en pie.
Mi madre reza en voz baja, palabras que apenas reconozco.
Su voz me arrulla.
Por un momento, vuelvo a ser niña, y su presencia me calma, aunque sé que ella también le teme a lo que viene.
Fuera de la habitación, el hospital sigue su rutina.
Pasos lejanos, un carrito que chirría, alguien que ríe sin saber que aquí se acaba el mundo.
Todo continúa.
Y eso es lo más cruel de la muerte: que el universo no se detiene por ella.
De pronto, siento algo.
Una presión en el pecho, suave pero profunda, como una mano invisible que me llama desde dentro.
El aire se espesa.
El monitor titubea.
Mamá levanta la mirada, como si también lo sintiera.
No lo veo todavía, pero sé que él está cerca.
No Lucian. No el frío ni la sombra.
Otra cosa.
Una calma que duele, una presencia que no asusta, pero impone silencio.
Alexander.
Su nombre vibra en lo profundo de mi mente, aunque nadie lo haya pronunciado.
No sé si viene a llevarme o a acompañarme en el último tramo, pero sé que está ahí.
Y, por primera vez, la muerte no me parece tan terrible.
Solo… inevitable.
Aprieto la mano de mi madre.
Ella me mira, los ojos inundados.
—Te amo —le digo, o creo decirle, porque las palabras ya no salen con fuerza.
Ella se inclina y besa mi frente.
—Nosotros también, mi vida. Siempre.
Cierro los ojos.
Entonces aparece él. Una luz que no quema sino que acaricia. Una figura alta, imponente, que se mueve entre la bruma de mi alma suspendida. Sus ojos grises me atraviesan, profundos y extraños, pero hay calma en ellos. No es la Muerte cruel que imaginé… es algo más.
—Ruze —su voz es profunda, solemne, como si viniera del centro del universo—. Mi nombre es Alexander.
Mi corazón late con fuerza. Pronunciar su nombre le da forma, lo hace real. Él no es solo luz; es la Muerte misma, y lo sé en cada fibra de mi ser. Su presencia me envuelve, y un frío helado y un calor suave me recorren a la vez, confundiéndome.
—Debes seguir —dice con calma, extendiendo una mano hacia mí—. Tu sufrimiento termina aquí.
Quiero gritar, pero solo un hilo de voz escapa de mis labios. Mis ojos buscan a mis padres. Sus manos temblorosas, su llanto silencioso. No puedo dejarlos. Cada fibra de mi ser se aferra a ellos, y el dolor del cáncer me recuerda que estoy viva, a pesar de todo.
—¡No! ¡No quiero! ¡No quiero irme! —mi súplica retumba en la nada.
Alexander inclina la cabeza, como si entendiera, aunque su deber es llevarme. Su mano se detiene a centímetros de mí, y en sus ojos hay un destello de comprensión, de ternura que no debería existir en un ángel de la Muerte.
—¿Para qué quieres quedarte? —pregunta con una calma infinita—. Tu enfermedad te quema por dentro, te roba la vida a cada segundo. Ven conmigo; no sentirás más dolor.