El Ángel de la muerte

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Capítulo 3 – La Visión del Paraíso

Floto entre la luz y la nada.
Todo está suspendido, como si el tiempo se hubiera olvidado de mí. No hay peso, ni sonido, ni dolor. Mis pulmones ya no duelen; mi corazón no arde; cada fibra de mi cuerpo está vacía y ligera. Y, sin embargo, estoy más viva que nunca.

La oscuridad se disuelve lentamente y surge una claridad inmensa, dorada, que me envuelve como un abrazo. De esa luz emerge una figura: Alexander. Su presencia no hiere los ojos, aunque brilla más que el sol. Es una silueta hecha de luz y sombra perfectas. Sus ojos, grises como tormenta distante, me miran con calma infinita. Sus alas, apenas insinuadas, parecen extenderse más allá del cielo que nos rodea.

—Mira —susurra—. Esto es lo que hay más allá de tu mundo.

El suelo bajo mis pies desaparece. Frente a mí, praderas infinitas se abren hasta donde la vista alcanza. Flores imposibles, de tonos que ningún mortal podría imaginar, se mecen suavemente bajo un viento que huele a lluvia recién caída, a infancia, a los recuerdos que nunca viviré.
A lo lejos, ríos de cristal reflejan cielos poblados de auroras danzantes. Cada sonido es música; cada aroma, un suspiro de felicidad.

Me acerco a un lago. Su superficie es tan clara que puedo ver mi reflejo.
No es el cuerpo enfermo que dejé atrás. No hay venas marcadas, ni piel ceniza, ni los ojos hundidos de una moribunda. Solo un ser intacto, ligero, completo. Mis manos no tiemblan; no siento dolor.

Quiero sumergirme, dejar que esa paz me disuelva, pero mis ojos buscan la orilla, buscando lo que aún me ata: mis padres, su llanto, mi hogar.

—Todo esto… —susurro— es increíble. Me siento… perfecta.

Alexander me observa con una expresión que no había visto jamás en ningún ser celestial: una mezcla de compasión y tristeza.
—Pero no eres tú quien lo acepta —dice con voz suave—. Tu amor te mantiene aquí. No por miedo… sino por lo que aún no puedes abandonar.

El viento se arremolina a mi alrededor y, por un instante, creo que podría quedarme.
La enfermedad, la debilidad, el dolor… todo se ha disuelto. Podría ser eterna aquí. Podría descansar.

Pero no puedo. No quiero.

Recuerdo el rostro de mi madre, su voz quebrada. Las manos de mi padre, duras, temblorosas, aferradas a las mías. Aunque podría olvidarlos, no lo hago. Mi alma no quiere una eternidad sin amor, no quiere paz sin ellos.

—Lo siento… —susurro, y mis lágrimas caen sin peso, puras como luz—. No puedo quedarme.

Alexander no me toca. Solo me mira, con esa calma que guarda una ternura que no debería existir en un ángel de la Muerte. En sus ojos hay algo que no entiendo: afecto… o compasión.

—Entonces regresa —dice con voz grave, casi un canto—. Pero recuerda esto: el amor es lo que te da fuerza.
Más que la vida. Más que la muerte.
Más que cualquier poder que puedas imaginar.

Cierro los ojos.
El viento cambia. Ya no es brisa, sino corriente. Me empuja suavemente hacia abajo, hacia un lugar que reconozco. El dolor, el cansancio, el peso del cuerpo me esperan, pero no tengo miedo.

Siento mis manos tocar las sábanas, el aire frío del hospital entrando en mis pulmones. El pitido del monitor se convierte en un grito que anuncia mi regreso. Mis padres lloran, y sus voces me atraviesan con un amor tan fuerte que siento que el Paraíso también llora conmigo.

Estoy viva.
Y sé que esta vida, aunque breve, todavía me pertenece.

Pero algo dentro de mí ha cambiado.
He visto la eternidad, he sentido la paz absoluta, y sé que hay alguien… alguien que me mostró que la Muerte tiene un rostro, y no es tan terrible como creí.

Su nombre resuena en mi mente, con la dulzura de una promesa:
Alexander.




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