Capítulo 4 – Observando la Vida.
Estoy allí, invisible, suspendido entre el mundo de los vivos y el que debo custodiar.
Ruze yace en la cama del hospital, su cuerpo pálido y delgado como hoja marchita. Cada respiración, cada espasmo, cada jadeo me atraviesa como si fueran míos. La vida humana duele… y esa es su perfección. No debería afectarme, pero lo hace.
Sus padres permanecen junto a ella. La madre le acaricia la frente con manos temblorosas, intentando ofrecer consuelo que ni siquiera puede sentir. Su padre aprieta los puños, conteniendo un llanto que se incrusta en los huesos.
Ruze los mira con un esfuerzo sobrehumano. Aunque su cuerpo se estremece de dolor, hay algo en ella que los sostiene a todos: fuerza, amor, determinación.
El médico entra con calma y gravedad:
—Necesito que salgan unos minutos —dice a sus padres—. Su hija necesita tranquilidad.
Los padres de Ruze dudan, pero finalmente asienten. Sus manos buscan las de ella por última vez. Un silencio pesado cae sobre la habitación cuando cierran la puerta, dejando a Ruze sola conmigo.
—¿Por qué te aferras a ese amor? —murmuro, sin tocarla, porque si lo hiciera, la arrastraría del mundo antes de tiempo—. No comprendo lo que sientes.
Sus ojos, velados por el cansancio, se elevan hacia mí. Su voz, débil pero firme, atraviesa la habitación como un rayo de verdad:
—Yo no puedo mostrarte visiones —susurra—. No tengo ese poder para convencerte. No puedo llevarte al Paraíso, tú ya lo conoces.
—Pero sí puedo decirte qué es el amor.
Hace una pausa. Sus pulmones luchan por cada inhalación, y aun así continúa:
—El amor… es quedarte, aunque duela. Es ver a los que amas romperse… y aún así sonreír para que no teman. Es soportar el fuego dentro solo para darles un poco más de tiempo. Eso es lo que me ata, Alexander. No la vida, ni la esperanza… el amor.
Su cuerpo se retuerce; otra arcada la obliga a inclinarse. Por instinto casi la sostengo, pero me detengo. Mi toque sería sentencia. Solo observo cómo cae inconsciente, mientras las máquinas zumban su angustia.
Entonces aparece Nathaniel, un ángel en entrenamiento, con luz débil pero firme. Se inclina ante mí con calma solemne:
—Alexander —dice—. El Cielo ha notado tu duda. Esa humana ha dejado rastros de humanidad en ti. Tu deber es claro: esta noche, debes tomar su alma. No hay excusas.
Mis ojos vuelven a Ruze, dormida y vulnerable. Su respiración es tenue, su cuerpo frágil, pero su espíritu aún arde. El mandato del Cielo pesa sobre mí como una espada suspendida. Pero lo que siento… es más fuerte que la orden de cualquier trono.
Susurro para mí mismo:
—Toda mi existencia… he guiado a incontables almas al más allá. He atravesado milenios de vida y muerte… y nunca, nunca me había pasado algo como esto.
Una chispa recorre mis sentidos: un reconocimiento de algo que jamás pensé sentir. Miedo. Ternura. Deseo de protegerla. Y lo comprendo ahora: su vida, su amor, su fuerza, me afectan de un modo que no debería ser posible.
—La tomaré —digo al fin, con resolución—. Esta noche.
Nathaniel asiente y desaparece, dejando la habitación en silencio salvo por los pitidos del monitor y la respiración débil de Ruze.
La observo dormir, y algo imposible se instala en mí: no soy solo un emisario del Cielo. Soy un ser capaz de sentir.
Y aunque Lucian acecha, con sus susurros y sombras, sé algo: nada de eso cambia lo que veo en ella. Vida. Dolor. Amor. Todo eso la hace hermosa… y peligrosa.
Un corazón humano puede sostener lo imposible.
Y un ángel de la Muerte puede descubrir que incluso la eternidad no lo prepara para sentirlo.