El Ángel del Infierno.

- DIECINUEVE -

DAVINA

Me estaba hundiendo, mi cuerpo caía al abismo y no era capaz de pararlo. La gota que colmó el vaso en fue que mi amigo me hubiera dejado todo a mí. ¿Cómo pudo hacer aquello? No entendía sus razones, no entendía porque con veintiocho años tenía que ir a hacer un testamento dejándome a mí de titular sobre su patrimonio. Las personas en mi vida se iban, me dejaban sola.

Se morían, me abandonaban, las destruía.

Había dormido un poco después de la charla con los padres de Raynard, mi cuerpo estaba cansado y lo necesitaba.

Mirando al frente solté lentamente el aire que albergaba en mis pulmones y me puse de pie. Después de todo una fuerza extraña vivía dentro de mí diciéndome a grito que me levantase y siguiese hacia delante. Me hice una coleta y salí de la habitación.

Miré mi móvil viendo que Diablo me había dejado un mensaje diciéndome que iba a estar haciendo deporte un rato. No sabía que hacia Raynard en el maldito gimnasio., él iba con un cabestrillo. No era ciega y cuando me fue a buscar a la habitación antes me di cuenta de que se había desecho de él. Algo cabreada por su terquedad comencé a andar por toda la mansión hasta dar con el gimnasio. Escuche hard rock sonar tras las puertas, abrí está mirando a mi rubio subido a una bicicleta estática. Este paro de pedalear manteniendo su brazo malo algo doblado y sin agarrar el manillar.

Me cruce de brazos con una ceja alzada. Se bajo de la maquina limpiándose el sudor de su frente, trague saliva observando sus perfectos y marcados abdominales brillar.

  • Se supone que deberías descansar. – Este me miro de reojo mientras cogía una botellita de agua del suelo.
  • No he usado los brazos, solo he hecho bicicleta. – Se excuso evitando mirarme a los ojos.
  • Muy conveniente. – Me acerque a él quedando a escasos centímetros, así obligándole a mirarme. – ¿Te crees que no me he dado cuenta antes? – Se encogió de hombros.
  • No quiero discutir Davina. – Gruñí un poco.

Mi cerebro comenzó a tener chispas, estaba cabreándome. Últimamente me sentía irascible, demasiado quizás.

  • ¿Discutir? – Bufé. – Solo me preocupo por ti, cosa que tu no pareces hacer. – Este me mantuvo la mirada durante unos segundos.

Se giro para coger una camiseta de manga corta que descansaba en un pequeño banquito.

  • Lo se. – Murmuró pasando su brazo con dificultad por el agujero. – Pero necesitaba hacer algo de ejercicio físico.
  • Ponte el cabestrillo. – Rodó los ojos ignorándome completamente. – Si no te pones el maldito cabestrillo me paseare en sujetador por delante de todos tus malditos hombres.

En su cabeza debió de hacer un clic grande, pues giro la cabeza tan rápido hacia mí que podía jurar que su cuello crujió con fuerza. Apretó la mandíbula con los dientes observándome rabioso.

  • No te creo. – Alce la cejas.
  • Bien.

Sali del gimnasio a paso ligero hacia el jardín, donde hace un rato había visto a varios hombres de seguridad hacer deporte en un pequeño parque de calistenia en frente de la mansión principal de la enorme finca en la que iba a vivir a partir de hoy. Tenía entendido que para los que quisieran vivir en esta villa había una enorme casa para ellos, con múltiples habitaciones. Walt dijo un día que a su gente había que cuidarla, siempre.

Crucé varias esquinas hasta abrir la puerta de cristal trasera del jardín, a lo lejos vi como hacían deporte varias personas, con una sonrisa malévola comencé a andar hacia allí escuchando los pasos tras de mí. Me paré a mitad de camino girándome sobre mis talones para quedarme cara a cara con Raynard.

  • Ponte el cabestrillo, sé que lo tienes en esa mochila. – Señale una mochilita de deporte que llevaba en su brazo bueno.
  • Davina…. – Gruño cabreado.
  • Pon-te-lo. – Marqué cada silaba desafiándolo.

Me cruce de brazos esperando que me hiciera caso, sin embargo, no paso. Cansada de esperar alce la barbilla con osadía.

  • Bien. – Me encogí de hombros.

Puse ambas manos en la parte baja de mi camiseta, con un rápido movimiento me había desecho de ella dejando a la vista un sujetador negro de encaje negro. A mis espaldas pude escuchar en la lejanía susurros.

  • ¡Davina! – Me grito agarrándome de la muñeca. - ¡TODOS VOSOTROS! ¿¡Qué möse (coño) estáis mirando?! – Mire de reojo observando como todos se daban la vuelta. – Estas loca, ficken (joder). – Le sonreí con suficiencia.
  • Ponte el cabestrillo. – Volví a repetir.

Nos sostuvimos la mirada durante unos largos segundos, no pensaba dejarle ganar. Si él no cuidaba de sí mismo me encargaría yo de hacerlo, y cuando Davina Morris quería algo lo conseguía a toda costa. Al poco rato escuche un gruñido salir de su pecho, uno lleno de frustración.

  • Gut! (¡Vale!) – Alce una ceja confusa. - ¡Vale! Pero ponte la maldita camiseta. – Rodé los ojos con una expresión triunfante en el rostro, mientras su rostro era de una total frustración.
  • No sé porque te pones así, es como un bikini. – Este aplano los labios evitando decir alguna barbaridad. – Bien….

Me puse la camiseta lentamente mientras él sacaba el cabestrillo de la mochila que posó en el suelo y se lo ponía soltando un susurro de gemido por el dolor que aún tenía.

  • Llevas encaje hübsch. – Su tono se tornó amenazante. – No un puto bikini. – Trague saliva viendo cómo se acercaba a mí, hasta quedar a escasos centímetros su boca de la mía. – Y ese puto encaje quiero ser el único que pueda verlo. – Me mordí el labio inferior.

¿Alguna vez había dicho que me encantaba como decía los insultos en mi idioma con su maldito acento alemán?

  • Si ese es tu deseo así será, Diablo. – Le susurré.




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