Los dedos que le comprimieron los labios eran cálidos y fuertes, un tanto ásperos por la falta de uso de ungüentos suavizantes. Amanda abrió los ojos al sentirlos, pero eso no cambio nada ya que la más densa oscuridad reinaba en su habitación.
Intento erguirse sobre sus codos pero otra mano la sujeto del hombro, impidiéndoselo. Y oyó un suave siseo en su oreja instándola a callar.
—No hagas ruido, es demasiado temprano.
La voz masculina le devolvió los recuerdos de lo ocurrido el día anterior, indicándole que su vida ya no era tan simple como lo había sido antes de cumplir los 18. A pesar de que sus sueños le habían tendido una tregua, la realidad había vuelto con la partida de estos.
—¿Qué ocurre? Callum
—Vístete. Quiero aprovechar que todos aun duermen para poder ser yo mismo.
Amanda pestañeo varias veces acostumbrando su visión a la imperiosa oscuridad y comenzó a vislumbrar el rosto del muchacho. Estaba muy cerca del suyo, de ahí que su cálido aliento le hubiera acariciado la piel al hablar.
—Pero... ¿A dónde quieres ir? ¿Qué hora es?
—Son las 5 y media. Supongo que todos estarán durmiendo. Por eso debes mostrarme la casa ahora.
Callum tenía razón, nadie se levantaría antes de las 9 un domingo, sobre todo después de su fiesta de cumpleaños, en la que al menos diez botellas de vino se vaciaron.
Amanda se giró y hundió el rostro en la almohada. Aun se sentía agotada por los eventos del día anterior y a pesar de haberse retirado pronto no había logrado conciliar el sueño hasta tarde.
Callum se había quedado dormido en su cama y no quiso despertarlo, por lo que había tenido que compartir el lecho con el muchacho. Para él no demostró ser un problema, pero para Amanda dormirse fue una empresa difícil.
Y ahora él pretendía que abandonara el conforto de sus sabanas cuando el sol aun no se había alzado.
—¿Que estás haciendo? ―El susurro, esta vez con un tono de impaciencia, le llego ahogado por la almohada—. Vamos, Amanda levántate.
Sin remilgos la agarro por la cintura obligándola a levantarse. Amanda ahogo un grito. Su habitación estaba en la azotea y era poco probable que los oyeran incluso a esas horas de la madrugada, cuando toda la casa dormía. Aun así se aseguro de cortar el sonido en su garganta antes de que naciera.
En el siglo anterior un caballero nunca hubiese tocado a una dama de una forma tan inapropiada, pero al parecer la educación de Callum había sido aun más escueta de lo que había sospechado en un principio. Las nociones sentimentales y físicas de las relaciones entre mujeres y hombres se omitían por completo de la formación de los siervos. Era evidente que Callum no entendía las connotaciones sexuales de la forma en la que la había sostenido.
—Sabes, eso ha sido inapropiado —lo regaño mientras abría las gigantescas puertas de su armario. Estas chirriaron como una anciana quejosa y Callum volvió a sisear para exigirle que no hiciese ruido.
—No te preocupes, no hay mas habitaciones en este piso —lo tranquilizo mientras seleccionaba prendas cómodas para trabajar de su armario—. De hecho nadie jamás sube aquí.
Callum pareció creerla, porque se atrevió a moverse por la habitación para abrir una rendija entre las pesas cortinas de terciopelo marrón que evocaban el tronco de un árbol.
Fuera había más luz de la que había sospechado. El alba se estaba instaurando tímidamente y ya no era noche cerrada. Era una de las escasas ventajas del verano inglés.
Amanda se aliso los cabellos enmarañados por el roce de la almohada; ahora que la luz la hacía visible se sintió incómodamente consciente de sí misma. Las mañanas no eran aliadas de su aspecto.
No obstante, a él, el pelo revuelto y los ojos hinchados de adormilamiento, le daban un toque tierno que lo hacían parecer más niño.
Se dirigió al biombo donde se oculto mientras se agachaba para sujetar el dobladillo de la camisola y sacársela por encima de la cabeza.
—¿Que hay ahí detrás?
La voz de Callum, de repente a su lado del biombo la hizo dar un salto y bajarse la camisola de nuevo.
—Debería haber intimidad —le espetó ella, y con un ademán le pidió que se alejara.
Lejos de obedecer, Callum cruzo los brazos sobre el pecho para observarla con el ceño fruncido.
Amanda se dio cuenta de lo irónico de la situación. Era su primer día de mayoría de edad y en lugar de poseer a un sirviente a su servicio, tenía a un testarudo muchacho que le daba órdenes y se negaba a obedecer las suyas.