El Ángel Que Desafió Al Cielo

Capítulo 1 ‐ Recuerdos

"Cuando las estrellas tiemblen y el canto de los cielos se fracture, la oscuridad encerrada romperá las cadenas de lo eterno, el cielo enviará a uno de los suyos para contener aquello que ni las estrellas pudieron soportar. Su caída no será un castigo, sino un sacrificio: el guardián que enfrentará el abismo, cuya llama será la última barrera entre la salvación y el caos eterno. Pero cuidado, pues el que lucha contra monstruos corre el riesgo de convertirse en uno. Y cuando eso suceda el amor por lo divino se convertirá en odio, su luz se apagará, y el mundo conocerá el horror de un ángel caído convertido en sombra."

La noche era tan fría que parecía congelar el alma de quienes se aventuraban bajo su manto oscuro.
En lo más alto de los rascacielos de la ciudad, el viento gélido azotaba su rostro con la misma indiferencia que lo hacía el cielo , pero él no se movía. Sus ojos, dos brazas incandescentes, observaban detenidamente a cada ser humano que caminaban por las calles iluminadas. Las luces parpadeaban bajo sus pies, reflejando el mundo que él tanto detestaba. Por un momento, sus pensamientos lo arrastraron al pasado, a un día en el que aquella frialdad no provenía del viento, sino de las tinieblas que se aferraron a su ser. Aunque ya habían pasado miles de años desde su caída, aún podía sentir el dolor que atravesó al ser expulsado del cielo. Sintió cómo la oscuridad se filtraba en su ser, como veneno en sus venas, transformando su dolor en ira y odio.

Esa misma noche, decidió enfrentar aquello que lo había creado. Abrió los ojos y dio un paso en el vacío, dejando que la gravedad lo reclamara. Pero no fue una caída, no esta vez. En un abrir y cerrar de ojos, el mundo mortal desapareció, reemplazado por las alturas imponentes del cielo. La luz lo recibió como una herida abierta, cegadora y punzante. Caminó con pasos pesados hacia el lugar donde la esencia de su padre celestial se sentía más fuerte.

— ¿Admirando tu creación perfecta? — escupió con sarcasmo, dejando cada palabra rebosante de desafío.

No hubo respuesta inmediata, solo un silencio que parecía juzgarlo desde todos los rincones del firmamento.

— ¿Sabes por qué estoy aquí? — volvió a preguntar. Sus ojos, encendidos por una mezcla de ira y desesperación, buscaron a su padre, esperando, exigiendo una reacción, un indicio de emoción, algo. Aquella calma lo irritaba aún más, encendiendo un fuego incontrolable en su interior.

Entonces, Dios habló, su voz apenas un susurro, cálida como una brisa en medio de la tormenta.

— Luzfel... sabía que regresarías.

— ¿Regresar? — espetó con una sonrisa torcida y maliciosa — Qué reconfortante oír eso. ¿Estás feliz de verme? Porque yo, creeme, no lo estoy. — Se inclinó, con una mirada afilada y cruel — ¿Qué pasa? ¿No tengo derecho de estar aquí? Después de todo solía ser mío también.
Esas pequeñas cosas raras son unos desagradecidos, ¿no lo crees? Ni siquiera te respetan y aún así estás aquí sufriendo por ellos

Dios sonrió, no por burla, sino por pura nostalgia. Luzfel, con todas sus sombras, aún conservaba algo de aquel brillo que una vez iluminó el cielo.

— Te equivocas, Luzfel. Les di la vida para que busquen la verdad, para que sean felices y justos a lo largo de sus vidas. Sin importar sus fallos o sus errores yo los amo.

Luzfel rió, un sonido amargo que resonó como un eco en el vacío.

— Ya me sé tu eterno discurso de bondad. Pero también sé que sin mi presencia, la vida de esos seres sería muy aburrida. Después de todo, qué sería de los santos si no existiera el Diablo. No habría nadie con quien luchar — mostró una sonrisa — ¿Por qué no pones sus vidas en mis manos? Déjame mostrarles el dolor, piénsalo, si los hago sufrir siquiera un poco regresarán a ti.

Dios sostuvo su mirada, firme y llena de compasión.

— No estoy de acuerdo con ello, Luzfel, ellos tienen la libertad de hacer lo que desean — ambos quedaron en silencio por un momento.

— Recuerdo estos jardines — habló Luzfel para sorpresa de Dios — Corría en ellas la mayor parte del tiempo junto a Belzir, amaba escuchar el sonido del río arrastrar pequeñas piedras... — su voz sonó tan triste — Ahora no queda nada de eso y todo gracias a ti... ¡Te odio por todo lo que me hiciste, y algún día te destruiré y me apoderare de este reino!

El odio brillaba intensamente en sus ojos, una llama imposible de extinguir. Jamás podría olvidar, y mucho menos perdonar, el dolor que llevaba consigo.

— Entiendo tu dolor, hijo mío, pero el odio... — comenzó Dios, con una voz tranquila pero llena de compasión

— ¡No soy tu hijo! — interrumpió Luzfel, su rugido llenando el aire como un trueno — Tú no entiendes nada, no comprendes todo el dolor que hay dentro de mí, tú no tuviste que convivir con ello — Sus palabras eran como cuchillas afiladas. — ¿Sabes algo? Los humanos me temen, algunos me odian, y otros... incluso me adoran — agregó con una risa amarga que resonó en el aire. — Y debo admitir que disfruto de esto. Haré que sufran, convertiré sus vidas en un reflejo de mi miseria. Sembraré miedo en sus corazones, porque su debilidad es mi mayor alimento. Volveré, "padre" — añadió con un tono burlón, enfatizando la última palabra antes de desaparecer sin dejar rastro.

Dios permaneció pensativo, su mirada fija en el horizonte celestial. La repentina aparición de Luzfel no lo había sorprendido, pero los recuerdos que el ángel había dejado atrás pesaban como piedras en su corazón.

***

Luzfel regresó al inframundo, donde las sombras eran tan densas que parecían devorar cualquier resquicio de luz. El aire era pesado, cargado de un silencio inquietante que solo era interrumpido por sus propios pasos.

Al cruzar los enormes portones de hierro, lo primero que escuchó fue el eco de una discusión en el gran salón.

El salón del bastión estaba inundado por la presencia de los caídos, pero todas las miradas estaban puestas en el dúo que nunca fallaba en ofrecer entretenimiento: Leviathan y Samyaza. Leviathan se encontraba reclinado en su trono de obsidiana, su postura digna pero cargada de irritación latente. Samyaza, por otro lado, estaba parado frente a él, gesticulando como si estuviera en el escenario de un teatro con una copa de vino en la mano.




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