El anillo maldito de Gertruda

Episodio 1

«Ojalá llegue a tiempo… ¡Maldición! Encima el semáforo acaba de empezar la cuenta atrás.»

Al llegar al borde de la acera, la chica se quedó unos segundos dudando: «¿cruzo o no?». En los auriculares sonaba una música agradable. Miró a ambos lados de la calle a través de los cristales oscuros de sus gafas. A la derecha no había coches, pero a la izquierda no veía nada porque una fila de vehículos aparcados tapaba la vista. Volvió la mirada al semáforo: veinte segundos. En ese tiempo el autobús seguro que se iba. Otra mirada a la izquierda, parecía despejado, y se lanzó a la cebra.

Kilina no tuvo ni tiempo de parpadear: justo delante de ella apareció el capó de un enorme todoterreno. Se quedó paralizada. El coche había girado un poco hacia el carril contrario, por suerte desierto. No oía nada, los bajos retumbaban en sus auriculares, pero aun así sentía los golpes de su propio corazón. La respiración se le cortó. Vio cómo el autobús que necesitaba se marchaba, pero ya no importaba: había comprendido que apenas unos segundos, unos milímetros, la habían salvado. El miedo la alcanzó tarde, paralizando su cuerpo.

De reojo vio al conductor salir del coche con el ceño fruncido, avanzando hacia ella. Tragó saliva y quiso huir, pero la parálisis del pánico no la dejó moverse. El hombre le decía algo con voz irritada, aunque ella no lo oía. Cerró los ojos, consciente de la bronca que iba a recibir.

Un instante después, unas manos le arrancaron las gafas oscuras y los auriculares inalámbricos. Un segundo más, y estaban hechos pedazos en el asfalto. El hombre los aplastó con el pie y arrojó las gafas al otro lado de la calle. Luego, con la mirada encendida, rugió:

—¿Es que tienes ganas de morir?

—Yo… Tenía prisa… —balbuceó con voz temblorosa, bajando la vista.

—¿Prisa? ¿A qué mundo querías llegar tan rápido? —tronó el corpulento desconocido.

Ella guardó silencio, temblando de pies a cabeza. Solo ahora comprendía lo que su imprudencia podía haberle costado. Mientras el hombre seguía gritándole, sus ojos se clavaron en los restos de sus auriculares nuevos. Entendió que, de no ser por la reacción inmediata de aquel desconocido, ella sería quien estaría tendida en el asfalto. Las lágrimas le nublaron la vista.

—¿Qué ocurre aquí?

Parpadeó, como despertando, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se giró y se topó con la mirada severa de un policía.

—Yo… —murmuró, confundida, mirando al conductor.

Los ojos oscuros de él la observaban con firmeza unos segundos, dejándola sin palabras.

—Es mi hermana. Se me escapó y apenas logré alcanzarla —dijo el hombre, con un barítono grave y convincente, atrayéndola de golpe contra su pecho.

Ella contuvo el aliento, perdida, sin atreverse a mirar al uniformado.

—Está bien, sigan adelante. Están bloqueando la vía —ordenó el policía, frunciendo el ceño.

Kilina soltó un suspiro, consciente de su culpa. «Genial, encima se me fue el autobús. Voy a llegar tarde a la entrevista. ¡Qué día!»

El agente se marchó. Quiso liberarse del abrazo del desconocido, pero él la estrechó con más fuerza, gruñendo entre dientes:

—No te muevas. Y entra en el coche, ya.

Un escalofrío le recorrió la espalda. El pánico le nubló la mente. Quiso volver la cabeza para llamar al policía, pero el hombre la empujó con brusquedad dentro del vehículo y cerró la puerta, que ya no pudo abrir. El miedo la ahogó.

El corpulento individuo se sentó al volante. La sensación de peligro creció, pero antes de que pudiera decir nada, él ordenó:

—Abróchate el cinturón.

Parpadeó, mirándolo aterrada.

—¿A dónde me lleva?

—¿Cómo te sientes? —replicó el hombre, musculoso, vestido con un traje gris impecable, mientras arrancaba.

—Me siento bien. Suélteme, por favor —rogó con la voz rota.

Solo entonces se dio cuenta de que las manos del hombre temblaban sobre el volante. Había en él rabia, pero también algo de miedo. Cambió de marcha y siguió conduciendo, como si no la escuchara.

—¿A dónde me lleva? —insistió, presa de la angustia.

—A una clínica —respondió seco.

—¿Para qué? Estoy bien. Déjeme bajar, por favor. En serio, tengo prisa.

—Ya lo noté —gruñó con severidad—. Un poco más y ya no tendrías prisa para nada, y yo, por tu culpa, estaría en prisión.

Kilina se tensó. Sabía que tenía razón y que tenía motivos para enfadarse, pero aun así… debía llegar. Ese trabajo era vital para ella.




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