El anillo maldito de Gertruda

Episodio 3

En el salón del coche se instaló un silencio que rompió el hombre:

—¿Y tienes estudios?

—Sí —suspiró—. Pero para ser guía no hace falta una educación especial. Incluso unos cursos bastarían.

—¿Entonces tienes cursos? —preguntó con tensión.

—No, lamentablemente no —respondió—. Pero tengo dos títulos universitarios: uno en filología y otro en estudios locales.

No sabía por qué le contaba eso a este hombre, ni por qué le importaría. Quizá eran los nervios; después de todo, podría haber terminado bajo las ruedas de ese enorme todoterreno. Al menos se alegraba de que el hombre no hubiera gritado demasiado.

—¿Y experiencia en este campo?

Otro interrogante. Kilina suspiró. «¿De dónde podría tenerla?»

—Lamentablemente, no.

—¿Por qué no trabajaste en tu área de estudios? ¿No hubo necesidad?

Ahora su tono sonaba crítico.

—No había oportunidades —respondió secamente.

—¿Y ahora sí hay?

El interrogatorio empezaba a irritarla, pues las preguntas tenían un tono burlón.

—Ahora sí —contestó con brusquedad, molesta.

—¿Y cuál fue la razón? ¿Qué te impedía trabajar y desarrollarte?

La conversación parecía divertir al hombre, pero a Kilina la enfurecía. Decidió decir la verdad. «Quizá esto calme un poco a este arrogante joven.»

—Mi abuela estaba gravemente enferma —hizo una pausa, pues recordarla le dolía en el corazón—. Pero ahora que ya no está, puedo darme el lujo de trabajar.

Volvió a mirar por la ventana; acababan de llegar al Palacio Potocki. «¡Gracias a Dios! Por fin me libraré de la compañía de este hombre.»

—¡Perdón! Lo siento —dijo el desconocido secamente y apagó el motor, fijando la mirada en ella.

No esperaba compasión. Ignoró sus palabras.

—Gracias por llevarme y perdone mi descuido en la carretera —dijo, temblando. Puso la mano en la manilla de la puerta, pero no se abría.

Miró al hombre, que la observaba abiertamente.

—Por favor, abra la puerta —el nerviosismo aumentaba.

—No te apresures, Kilina. ¿Así que tenías tanta prisa por la entrevista en este palacio?

—¡Sí! —parpadeó sin entender.

—Pues Kilina, yo soy el temible dueño de este palacio —dijo el hombre de golpe.

Kilina sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. De repente, los seguros de las puertas hicieron clic. Sabía que era su momento. Después de todo, este trabajo definitivamente no sería para ella.

—¡Adiós! —exclamó, saliendo del coche apresuradamente.

Logró rodear el coche, pero allí estaba el desconocido, mirándola directamente a los ojos.

—Kilina, ¿a dónde vas? —preguntó con tensión.

Su corazón latía desbocado. Parecía que aquel hombre se estaba divirtiendo.

—¡A casa! —resopló, alterada.

—¿Por qué? —preguntó él, sorprendido.

—Puedo ser despistada, pero sé bien que, después de todo, no aprobaré la entrevista. Así que ¿para qué perder mi tiempo y el suyo?

—¿Por qué dices eso? ¡Al contrario! —dijo entrecerrando los ojos, con voz profunda y agradable—. Has pasado la entrevista. Me llamo Yaromir Severynovych —y, de repente, la abrazó por los hombros—. Vamos, Kilina. Conocerás al personal y arreglaremos todo con los documentos.

Kilina no tuvo tiempo de reaccionar; el hombre, sujetándola por los hombros, la guiaba hacia la entrada del enorme palacio. Lo miró desconcertada, sin saber si hablaba en serio o bromeaba. Su mirada se posó en su mano sobre su hombro. Con cuidado, retiró la mano y, deteniéndose, lo miró fijamente.

—¿Habla en serio? ¿De verdad está dispuesto a contratarme después de todo?

—Kilina, ¿necesitas este trabajo?

—Sí —respondió bajito, emocionada.

—Entonces no hagas preguntas tontas. No tengo mucho tiempo —dijo, señalando las escaleras bajo el pórtico con cuatro columnas y el balcón de hierro forjado decorado con macetas con flores.




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