Yaromyr se recostó en el respaldo de la silla, sin apartar su mirada franca de la muchacha.
— Si no necesitas el trabajo, no te retengo. — Dijo con seguridad, y luego, incorporándose, ordenó: — Ve a trabajar y no olvides que tu periodo de prueba es de un mes.
— Gracias. — Murmuró ella, bajando la mirada. Permaneció unos segundos mordiéndose el labio, y luego, con voz culpable, añadió: — Perdón por mi falta de atención… en la carretera.
La observó con atención: cabeza gacha, avergonzada, como una colegiala atrapada en falta.
— Kilina, agradécele a Dios que todo terminó bien. — Dijo con voz tensa. — Y la próxima vez, no rompas las reglas si quieres seguir viva, porque lo único que te salvó fue que olvidé desactivar el sistema antibloqueo de frenos. — Hizo una pausa, mirando, casi hechizado, aquellos ojos grandes y hermosos que lo miraban con desconcierto. Exhaló y, con tono más suave, agregó: — No te detengo más. Ve con Irina Fedorivna.
La muchacha asintió dócilmente y, tras agradecer de nuevo, salió del despacho. Yaromyr soltó un suspiro. Aquella confesión sobre su trabajo en un club nocturno seguía molestándole. Era demasiado bonita; podía imaginar cómo los imbéciles borrachos la acosaban allí. Había visto de sobra ese tipo de escenas.
Se obligó a apartar de la mente a esa chica y volvió a concentrarse en el trabajo. Una hora después, fue a almorzar y aprovechó para hablar con su padre por teléfono.
Al regresar, encontró a Irina y las demás chicas en el vestíbulo. Reían por algo, pero al verlo, enseguida se pusieron a trabajar.
Permaneció en el palacio hasta el anochecer. Bajó a los sótanos para inspeccionar el lugar donde, en su tiempo, había muerto un arqueólogo. No vio nada inusual: solo otro túnel, uno de los tantos que existían allí, aunque este estaba medio sepultado.
Al día siguiente, estuvo ocupado con viajes y reuniones junto al especialista de la capital. Al volver del almuerzo, se encontró con Kilina guiando a un grupo de turistas. Se detuvo, entrecerró los ojos y escuchó su relato en inglés. En su voz, la historia del salón de baile sonaba romántica, casi mágica. Yaromyr se sorprendió escuchándola con interés y volvió en sí solo cuando sus miradas se cruzaron. Ella se sonrojó al instante, pero continuó su relato con profesionalismo.
Él exhaló despacio y llevó al especialista a su despacho para seguir trabajando.
Antes del mediodía siguiente, Yaromyr Horal ya tenía una traducción completa del manuscrito. Resultó que el mensaje había sido dejado por Anna Pototska, cuando ya estaba gravemente enferma. La mujer pedía a sus descendientes que protegieran, al menos, el cuerpo principal del palacio, pues en los gruesos muros de las chimeneas y hornos se escondía lo más valioso.
En el extenso texto se narraba también la historia entera del poderoso clan Pototsky. Aunque en vida Anna había sido dura al hablar sobre la muerte de su primera nuera, en aquel escrito se arrepentía profundamente de lo que ella y Franz Salezy habían hecho. Suplicaba encontrar la tumba de Gertruda y devolverle el anillo que su hijo le había regalado. Hasta que eso no ocurriera, el palacio permanecería maldito: en él sucederían desgracias, y el espíritu de Gertruda vagaría eternamente buscando ese anillo que los soldados le habían arrebatado tras su muerte.
La tumba debía estar en el pueblo de Vytkiv. El pesado anillo de oro con zafiros azules, según el manuscrito, podía hallarse dentro de los muros del palacio. Y si no aparecía allí, era necesario atravesar el “túnel de la muerte”, algo que solo podía hacer un descendiente de sangre de los Pototsky. Cualquiera otro moriría al intentarlo, pues ese túnel era un paso hacia el más allá. La entrada estaba marcada con una corona dorada.
Yaromyr exhaló con frustración. «¿Qué demonios es esto?» Entendía que aquello era prácticamente imposible: los muros no podían tocarse, eran parte de la estructura. Además, con el paso de los siglos, hubo cambios de dueños y reformas... Era poco probable que el anillo siguiera allí. «Han pasado casi tres siglos. Mejor no haber sabido nada de esto.»
Con ese pensamiento desesperado, se levantó y salió del despacho. Aquella misión de hallar el anillo parecía irrealizable.
En el pasillo, escuchó la voz de Kilina. Sin darse cuenta, sonrió y se dirigió hacia el grupo de turistas. Al llegar a la puerta de la sala de billar, se apoyó en el marco, cruzó los brazos y la observó detenidamente. «Es realmente buena.» Incluso él, que conocía esas historias al detalle, la escuchaba embelesado.
Ese día, Kilina estaba sola, sin Irina. Pero, con su elocuencia, no necesitaba a nadie. Su mirada recorrió la silueta esbelta de la joven. Le sorprendía que una chica tan frágil se atreviera a conducir un viejo Zhiguli. Esa mañana se había quedado pasmado al ver aquel casi reliquia en el aparcamiento. El guardia le dijo que pertenecía a la nueva empleada.
— ¡Yaromyr Severynovych! — lo llamó en voz baja Irina desde atrás.
Se giró, y ella, acercándose, susurró:
— ¿Qué le parece la nueva?
Horal frunció el ceño y respondió también en voz baja:
— ¡Eso mismo quería preguntarle yo a usted!
— Caminemos un poco, — propuso Irina.
Yaromyr se apartó del muro y, siguiéndola, dijo en voz baja:
— Vamos a mi despacho.
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Editado: 15.10.2025