El anillo maldito de Gertruda

Episodio 9

KILINA

La joven abrió los ojos. La habitación estaba en penumbra, y desde el pasillo se oían unos pasos pesados, demasiado fuertes y acompasados. El corazón se le detuvo un instante, para luego latir con una fuerza desbocada. Se incorporó de golpe y, tomando su mochila, se quedó inmóvil en medio del cuarto, pues los pasos ya estaban muy cerca. Sintió cómo el aire parecía haberse evaporado de la habitación: el miedo le robaba el aliento. De pronto, alguien cruzó el arco de la puerta y, un segundo después, la luz se encendió.

Kilina, que había cerrado los ojos de puro terror, estuvo a punto de desmayarse. Sabía que era una persona viva, pero nunca antes había sentido tanto miedo. Lentamente abrió los ojos, aunque todo su cuerpo temblaba. Escuchó cómo los pasos se detenían justo frente a ella. Parpadeó y, al levantar la vista, vio a Goral. Intentó dar un paso atrás, pero perdió el equilibrio y, en un instante, se encontró entre los brazos del hombre. Su agitación creció; volvió a cerrar los ojos, apenas pudiendo respirar.

—¿Cómo te sientes? —preguntó él con voz preocupada, mirándola con intensidad.

—Señor Yaromir Severínovich, me ha asustado —respondió ella, tragando saliva nerviosa—. Suélteme, por favor. Ya me encuentro mejor.

Se sentía turbada, pues aquellos brazos fuertes que la rodeaban le provocaban una emoción inquietante.

Pero el hombre pareció no escucharla; la levantó en brazos, la llevó hasta el sofá y, tras sentarla a su lado, murmuró con tono apenado:

—Kilina, lo siento. No quería asustarte —exhaló y la atrajo de nuevo hacia él—. El guardia me dijo que aún no te habías ido, así que vine a comprobarlo —la miró con atención—. Es realmente peligroso quedarse aquí.

Aquellos abrazos la asustaban de verdad. Rápidamente se recompuso, se liberó de él y se puso de pie.

—Disculpe, ya me voy —dijo con voz tensa, abrazando su mochila contra el pecho. Se giró para dirigirse a la salida.

—¡Kilina, espera! —escuchó detrás de sí.

El tono de su voz le provocó un calor repentino que se extendió por todo el cuerpo. Aquel hombre la intimidaba, y lo único que quería era alejarse de él cuanto antes. Sin embargo, se detuvo. Los pasos que se acercaban hicieron que su corazón latiera con violencia. Se volvió despacio.

—Ya es tarde. Ven, te llevaré a casa.

Aquello la irritó. “Justo lo que me faltaba”, pensó. Parpadeó, se echó la mochila al hombro y respondió con firmeza:

—Gracias, pero vine en mi coche.

—¿Estás segura de que puedes conducir?

—Estoy bien, no se preocupe —intentó sonar convincente.

—De acuerdo, como quieras —dijo él con un tono tenso—. Vamos.

Kilina pensó que él la dejaría marcharse sola, pero Goral caminaba a su lado con paso seguro.

—¿Cómo te va el trabajo con nosotros? —preguntó cuando bajaban las escaleras.

—Bien, gracias —respondió sinceramente, aunque calló ciertos detalles incómodos.

—¿Tienes alguna sugerencia o algo que quieras cambiar? —insistió él.

—Todo está bien —aseguró sin pensarlo demasiado.

“¿Para qué quejarme del calzado?” pensó. Solo llevaba una semana trabajando allí; mejor mantenerse callada. El trabajo era importante, y el salario, más que digno, suficiente para vivir, no solo para sobrevivir.

—Y aun así, Kilina, ¿segura que no hay nada que te moleste?

La joven no entendía el motivo de aquel interrogatorio. Al llegar al final de las escaleras, se detuvo y lo miró fijamente.

—Señor Yaromir Severínovich, si quiere que diga algo en concreto, al menos déme una pista. Porque, sinceramente, todo me parece bien.

—De acuerdo —suspiró el hombre—. Si alguna vez tienes observaciones o ideas para mejorar el trabajo, siempre estaré dispuesto a escucharte.

Kilina bajó la mirada, incómoda.

—Lo tendré en cuenta —susurró, mordiéndose el labio—. Ahora, si me disculpa, debo irme.

—No te apresures, Kilina. Tengo algo para ti, ven conmigo al coche.

El cuerpo de la chica se tensó. Aquel hombre le infundía aún más miedo. Su petición la inquietó; guardó silencio unos segundos, notando cómo todo su cuerpo temblaba. Luego se volvió y siguió hacia la salida, oyendo sus pasos detrás. Aquello solo aumentaba su nerviosismo.

Caminaron en silencio hasta el coche. Desde lejos, Goral lo abrió con el mando.

—Kilina, ven aquí. Solo serán unos minutos —la llamó Yaromir.

Ella se detuvo, confundida y temerosa. Le tenía miedo, y también al coche. Yaromir la alcanzó, la rodeó por la cintura y la obligó a caminar con él. Kilina entró en pánico; sentía un zumbido en las sienах. Intentó apartar su mano, pero él la sujetó con más fuerza y murmuró

con voz ronca:

—No te preocupes, Kilina. Solo serán unos minutos.




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