Sin soltarla de sus brazos, entreabrió la puerta delantera del pasajero y, tomando algo del tablero, se lo tendió a la joven.
—Toma.
—¿Qué es esto? —preguntó ella con tensión, sin apresurarse a aceptar el paquete, mientras conseguía liberarse de sus brazos.
—Los auriculares y las gafas que rompí. Tómalos —respondió él, mirándola con atención.
Kilina parpadeó, confundida, y tomó con timidez la bolsa de papel.
—Gracias —murmuró, visiblemente incómoda—. Pero no era necesario...
—Kilina, está bien —la tranquilizó Goral, observándola en la penumbra—. Aquella vez me enfadé mucho, porque por tu imprudencia casi te hago daño.
Ella bajó la mirada, avergonzada. El sentimiento de culpa frente a aquel hombre seguía oprimiéndole el pecho.
—Señor Yaromir Severínovich, todo fue culpa mía, así que...
—Basta, Kilina —interrumpió él, acercándose un paso—. Lo importante es que todo terminó bien. Pero, por favor, la próxima vez ten más cuidado, sobre todo al cruzar la calle.
La cercanía del hombre la desbordó. A pesar del aire fresco de la noche, su cuerpo ardía y una fina capa de sudor le cubría la piel. La tensión y las ganas de huir se intensificaban.
—Lo haré —prometió con voz temblorosa, bajando los ojos—. Adiós.
Se dio media vuelta y se dirigió apresuradamente hacia su viejo Zhiguli, aparcado a poca distancia.
—Kilina, ¿por qué no dejo que te lleve a casa? —escuchó detrás de sí.
“¿Por qué es tan insistente?” pensó, volviéndose.
—Gracias, no hace falta.
Lo miró, de pie junto a su enorme todoterreno, y sintió una punzada de miedo ante su insistencia.
Solo cuando se sentó al volante de su coche, exhaló profundamente. Arrojó la mochila en el asiento trasero y colocó la bolsa que él le había dado a su lado. Se negó a arrancar primero. Observó cómo Goral también subía a su vehículo, pero no parecía tener prisa por irse. Encendió la música en voz baja y esperó, nerviosa, a que él se marchara. Sus manos aún temblaban. No le temía solo porque él fuera el dueño de aquel palacio, sino porque algo inexplicable la sacudía cada vez que lo veía. Su sola cercanía provocaba en ella un torbellino de emociones que no lograba controlar. Le aterraba la idea de enamorarse de él, consciente de la gran diferencia que los separaba. Quizás solo estaba imaginándose cosas...
Volvió a mirar hacia el todoterreno de Goral y, finalmente, encendió el motor. Subió el volumen de la radio para distraerse. El extraño cosquilleo en el cuerpo no desaparecía; al contrario, aumentó cuando notó que el vehículo de él avanzaba detrás del suyo.
Condujo despacio a propósito, esperando que él la adelantara y no siguiera pegado a su coche a cincuenta kilómetros por hora. Pero se equivocó: el todoterreno continuó detrás. Tenía que ir a la ciudad de todos modos; necesitaba comprar alimentos y lo necesario para llegar a fin de mes. Había llevado el coche para poder cargar todo, ya que apenas tenía dinero para la gasolina y el transporte. Dormirse en el castillo había complicado sus planes, aunque agradecía que existieran supermercados abiertos las veinticuatro horas. Se estremeció al pensar que podría haberse despertado allí, sola, en mitad de la noche.
Al llegar al enorme centro comercial, estacionó, tomó su mochila y bajó del coche. El todoterreno de Yaromir también estaba allí, a solo dos vehículos de distancia. Cerró el suyo y se apresuró hacia la entrada. Apenas alcanzó a tomar un carrito cuando escuchó detrás de sí la inconfundible voz grave de Goral.
—Déjame ayudarte, Kilina.
Se giró, sorprendida, y lo vio acercarse hasta quedar a su altura. Sin darle tiempo a reaccionar, él le quitó el carrito de las manos.
—Señor Yaromir Severínovich, no es necesario —protestó, desconcertada por la situación.
El nerviosismo volvió a apoderarse de ella. “¿Por qué hace esto?” pensó irritada. Sin él, se sentiría mucho más tranquila.
—Kilina, soy tu jefe, así que no discutas —replicó con una sonrisa encantadora.
Aquella sonrisa la dejó hipnotizada. Durante unos segundos se quedó mirándolo, sin siquiera parpadear. Finalmente, reaccionó, recuperó la compostura y le recordó con seriedad:
—Señor Yaromir Severínovich, no estamos en el trabajo.
Goral soltó una leve risa y asintió, empujando el carrito hacia adelante.
—Tienes razón. Llámame simplemente Yaromir.
Ella suspiró con resignación, contemplando la espalda ancha del hombre. “¿Esto es un intento de coqueteo o una especie de juego? Me pregunto qué más querrá...” pensó, pero prefirió guardar silencio.
Sacó el teléfono y comenzó a colocar los productos del listado en el carrito, sin mirarlo.
Podía sentir su mirada fija, pero intentaba no darle importancia. Lo que realmente la preocupaba era encontrarse con alguien conocido. Dudaba mucho que Goral pudiera cruzarse con alguno de los suyos en un lugar así; gente
como él no solía hacer la compra en supermercados comunes.
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Editado: 15.10.2025