Kilina agarró la mochila y las gafas, y se dirigió a la cocina. Miró el reloj.
«Aún tengo tiempo para un café».
Mientras el agua hervía en la tetera, abrió el paquete que Horal le había entregado el día anterior.
Lo que vio la dejó sin aliento. Dentro había unos auriculares inalámbricos de una marca muy reconocida, y las gafas también eran de un diseñador famoso. Solo podía imaginar cuánto costaba todo aquello. No podía aceptarlo.
Mientras preparaba su café, tomó una decisión firme sobre lo que haría con ese paquete.
Su amiga llegó media hora después… ¡en motocicleta! Explicó que su coche no había querido arrancar.
Cuando Kilina por fin llegó al palacio, eran las 8:05. El guardia le informó que el jefe había reunido a todos en su despacho. Con el corazón desbocado, se dirigió hacia allí. Ya no le importaba el dolor de los pies, aunque las ampollas en ambos la hacían sufrir, y la derecha dolía especialmente.
Al llegar a la puerta, escuchó la voz grave y atractiva de su jefe al otro lado. El corazón le latía tan rápido que apenas podía respirar.
«Ojalá no me despida…», pensó.
Cerró los ojos, llamó suavemente y, al escuchar el permiso, entró. Al cerrar la puerta, se encontró con la mirada de Horal. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se saludó con torpeza y bajó los ojos.
—Kilina, pasa. No tenemos mucho tiempo —ordenó el hombre con tono severo.
Ruborizada, se dirigió hacia Nelya, donde había un asiento libre. En el despacho estaba reunido todo el pequeño personal del palacio.
Yaromyr explicó lo que debían hacer. Cada uno recibió sus tareas. Kilina no se atrevía ni a levantar la vista para no cruzarse con su mirada, aunque sentía perfectamente su fuerte energía sobre ella.
A ella le encargaron recibir a la delegación junto con Iryna Fedorivna. Cuando Yaromyr terminó sus indicaciones, los despidió:
—Pueden retirarse.
Kilina suspiró y fue la primera en dirigirse hacia la puerta.
—Kilina Ihorivna, quédate —pidió él con tono firme.
Al oír su nombre, se paralizó. Notó la mirada insinuante de Nelya, y un zumbido le llenó los oídos. Cerró los ojos un instante, y luego, con paso inseguro, volvió hacia el escritorio.
«Ahora sí me despedirá. No solo me negué a que me acompañara ayer, sino que hoy también llegué tarde. Tendré que escuchar su sermón…».
Cuando el último empleado salió, la puerta se cerró tras él.
—Kilina, ven, siéntate —dijo Yaromyr, volviendo a tutearla.
—Pero tengo que ir a trabajar —respondió ella, deteniéndose en medio del despacho. Se sentía incómoda, jugueteando nerviosa con las asas de la mochila que sostenía frente a sí.
—Ya irás —replicó él secamente, sentándose en su sillón—. ¿Sabes que aquí los retrasos se castigan?
La chica levantó la mirada, desconcertada.
—Sí, Iryna Fedorivna me lo dijo —murmuró, notando cómo su cuerpo temblaba de nuevo y la voz se le quebraba.
—Entonces, ¿por qué llegaste tarde? —insistió él, observándola con exigencia.
Kilina suspiró. No tenía sentido contarlo todo. Dudaba que los problemas de sus empleados le importaran demasiado.
—No sabía que debía venir antes, y cuando me llamó Iryna Fedorivna, la ruta ya se había ido —dijo a modo de excusa, aunque sabía que sonaba poco convincente.
—¿Y tu coche? —recordó Horal con frialdad.
Kilina cerró los ojos un instante. Estaba al borde del llanto. No entendía por qué era tan duro con ella, aunque lo sospechaba. No respondió.
El silencio se prolongó, pero ella no se atrevía a romperlo.
—Si esto vuelve a ocurrir, recibirás solo el setenta y cinco por ciento de tu salario. A la segunda, cincuenta. A la tercera, te despido —dijo él bruscamente, y luego, con evidente molestia, añadió—: Espero que saques conclusiones. Ahora puedes irte.
Kilina sabía que había fallado, pero la frialdad de aquel hombre le dolió más de lo esperado. Sentía una leve punzada de ofensa. Ya estaba por marcharse, cuando recordó el contenido de la mochila.
Con manos temblorosas abrió el cierre y sacó el paquete que él le había regalado la víspera. Se acercó al escritorio y lo colocó encima.
—Yaromyr Severynovych, no puedo aceptar esto —dijo, retrocediendo un paso mientras cerraba la mochila.
—¿Por qué no puedes aceptarlo? —preguntó Horal, elevando la voz.
—Porque es demasiado caro. Mis cosas son todas de tiendas baratas. Y ahora, si me disculpa, debo irme —dijo, dándose la vuelta hacia la puerta.
—¡Kilina, vuelve! —ordenó él, visiblemente irritado.
Ella cerró los ojos, se detuvo y, obedeciendo, regresó al escritorio. Esta vez no se atrevía a levantar la vista.
—No me interesa cuánto costaban tus cosas. Lo compré para ti —dijo el hombre, ahora en un tono más calmado.
Kilina lo miró, desconcertada. En sus ojos castaños ya no había el mismo hielo de antes.
—Yaromyr Severynovych, le agradezco mucho su atención, pero no puedo aceptar esos regalos. ¿Puedo irme? Me espera el trabajo… —dijo con la voz cargada de emoción, conteniendo el temblor.
—Vete —respondió él fríamente.
Kilina se apresuró hacia la puerta, temiendo que cambiara de opinión.
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Editado: 15.10.2025