En general a la gente le avergüenza admitir que requieren mis servicios. Especialmente a los hechiceros. Recurrir a un investigador mágico es como admitir que no pueden manejar sus asuntos puertas adentro.
Este era el caso del matrimonio Ponzoti, que me habían citado en una pulpería a 200 km de la ciudad. Usualmente no acostumbro aceptar esta clase de reuniones, pero la familia Ponzoti es muy conocida en el ámbito mágico y se dice que su fortuna es mayor que la de cualquier inmigrante, así que el viaje iba a ser bien remunerado. Debo admitir que tengo una tarifa especial para los brujos, y se vuelve más costosa si son adinerados.
El lugar era tal cual lo esperaba. Un edificio grande, antiguo, con un aire colonial. Tenía unas mesas distribuidas, un gran mostrador vidriado y unos estantes con comida. Había una pierna de jamón colgando de un gancho en un rincón, pero fuera de eso, las paredes estaban pobladas de fotos y cuadros de publicidades, algunas de más de veinte años.
-Busco al señor Ramírez –dije al anciano que atendía tras el mostrador.
El hombre me miró a través de sus gruesas gafas y entrecerró un poco los ojos, como si esa acción le permitiera traducir mis palabras.
-¿A quién? –preguntó por fin.
-Ramírez. El señor Ramírez –dije subiendo un poco la voz. Estaba seguro que el viejo padecía sordera.
-¡Ah!, ¡el comisario! –exclamó tras meditar un momento más- Nadie le dice señor Ramírez. Debe estar por venir.
-Gracias. Lo espero. –respondí señalando con la cabeza una de las mesas- ¿Me sirve una medida de ginebra?
El anciano se sonrió, como si pedir ginebra a las siete de la tarde fuera un acto respetable, y asintió gustoso mientras sacaba la botella de debajo del mostrador junto a dos vasos. Me sirvió uno y se sirvió uno para él.
-No se lo diga a mi señora –me dijo guiñando un ojo mientras me alcanzaba mi bebida.
Me sonreí y me llevé el trago a la mesa más cercana.
Tal vez fuera el silencio sepulcral del exterior, tal vez fuera el sol moviéndose hacía el horizonte o tal vez fuera la aburridísima música que salía por el radio distorsionado del anciano, pero la espera se me hizo eterna. En tiempo real no fue más de una hora, pero para mi percepción fueron eones.
-¿Cómo le va don Zamudio? –dijo un hombre vestido de policía mientras entraba al establecimiento.
-¿Quién? –preguntó el anciano entrecerrando los ojos.
-No importa. –dijo el comisario entre carcajadas.
Una vez adentro me dedicó una mirada inquisitiva y se acercó.
-¿Usted es el que viene a ver a los Ponzoti de la capital? –me preguntó cuándo estuvo junto a mi mesa.
Asentí.
-Venga conmigo.
Me puse de pie y lo seguí.
-Comisario –dijo el anciano cuando llegamos a la puerta- El joven lo está buscando.