Nos adentramos más en el pueblo, cruzamos por la avenida principal dónde pude ver casas bajas de todo tipo y color. En algunas podía verse de la calle el televisor prendido y la familia sentada a la mesa. Era indudablemente un lugar muy pacífico y no pude evitar pensar en lo aburrido que debía ser el trabajo de la policía.
-Lugar tranquilo, ¿no? –le dije a mi compañero de viaje para cortar el silencio.
El comisario había insistido en que dejara mi auto en la pulpería y viajara con él en la patrulla. En un pueblo chico como este los visitantes no pasan desapercibidos y preferían que nadie se percatara de mi presencia hasta que fuera puramente necesario.
-Algún borracho que se pelea los fines de semana, pero en general sí. Un trabajo fácil me toco.
Forzaba una sonrisa incomoda, sin duda estaba nervioso. Tal vez no fuera tan común como creía que le hiciera favores a los Ponzoti o tal vez le molestaban los hechiceros y creía que yo era uno de ellos.
-¿Hace mucho que vive acá?
-De toda la vida.
-¿Y sabe hace cuanto se mudaron los Ponzoti?
-Cuando empezó la guerra. ¿Hará unos diez años? ¿Usted no es uno de ellos?
-No. Solo soy un empleado. Vengo a hacer un trabajo.
En ese momento la tensión se cortó. Creo que hasta dio un resoplido de alivio o simplemente fue la sensación al verlo relajarse.
-Entonces, ¿no es un brujo, es así, como yo? Normal, digamos. –pensaba demasiado cada palabra, como si estuviera buscando lo términos más correctos para referirse a los hechiceros y los mortales.
-No. No soy un hechicero.
-Menos mal. Acá entre nos, no me gustan nada esos.
-Para serle franco, a mí tampoco, pero hay que comer, ¿no?
Lanzó una sonora carcajada. Cómo si le hubiera dicho el mejor chiste que escuchó en su vida.
-Se hace lo que se puede. A mí me tiran unos billetes y no me meto en sus cosas. No diga nada, eh. La verdad que la plata es un plus, porque aunque no me pagaran tampoco me metería. Andan siempre en cosas raras.
Su verborragia me hizo arrepentirme de romper el hielo. Prefería cuando estaba callado y asustado, pero ya no había vuelta atrás.
Finalmente las casas quedaron atrás. Pasamos el pueblo y seguimos por una ruta oscura que se puso peor cuando nos desviamos por un sendero irregular. El patrullero se sacudía y emitía unos sonidos estridentes que parecía que iba a partir en dos.
-Estamos por llegar. No se asuste –me dijo el chofer con una sonrisa que pretendía tranquilizarme pero no lo lograba.
Llegamos hasta una tranquera que cortaba el paso y el comisario descendió para abrir. Volvió a subir, la cruzó y bajó de nuevo a cerrarla.
-Ya estamos en las tierras de los Ponzoti. –aclaró por si no me había dado cuenta de la obviedad.
Condujo unos minutos más adentrándose en una arboleda hasta que por fin quedó a la vista el frente de la estancia.
El lugar era imponente. Podía verse el gran caserón, las caballerizas y otros dos edificios más pequeños.
Justo en la entrada del caserón, había un hombre curtido vestido de paisano gaucho que nos esperaba bajo un farol.
Estacionamos frente a la puerta y descendimos a su encuentro.
-Los patrones los esperan en la sala –dijo pronunciando tan suavemente las consonantes que prácticamente parecía omitirlas.
-Si me disculpan –dije y saqué mi amuleto de vitroverdina.
Ambos se quedaron mirándome extrañados mientras me lo apoyaba en el ojo e inspeccionaba la energía del lugar. Los flujos danzaban de todos colores, lo que era normal en la residencia de unos hechiceros, pero no vi nada preocupante.
-Es una cábala. No se asusten –respondí mientras me guardaba el monóculo.
-¿Pensé que los normales no podíamos usar objetos mágicos? –me dijo el comisario cuando nos alejamos el hombre que nos había recibido de camino a la casa.
-Dije que no era hechicero, pero tampoco soy humano.
-¿Es un apadsaja? –dijo queriendo pronunciar apadhvaMsaja.
Asentí y se detuvo en seco. Se frotó el brazo izquierdo tres veces mientras escupía el suelo.
-No se asuste. Es un mito –dije sonriendo.
Los brujos no podían explicarle el origen de su desprecio por los híbridos a los mortales, les parecía ofensivo, así que inventaron un mito simple para ellos: Los apadhvaMsaja eran de mal augurio.
No creo que me haya creído, puesto que recupero su mutismo y siguió avanzando dos pasos más lejos.