El interior era igual de imponente. Con un aire rústico pero sin perder la elegancia. Podía ver grandes cuadros decorando la sala. No entiendo mucho de arte, pero parecían europeos, tal vez italianos.
Una mujer refinada, de unos cincuenta años vestida de negro, se aproximó seguida de una anciana encorvada con un pañuelo en la cabeza. Era todo un estereotipo y tuve que hacer un gran esfuerzo para evitar sonreír ante tan pintoresca imagen.
-Señores, bienvenidos –dijo la mujer en un español con un claro acento italiano- Comisario, por favor, pasé con mi madre a la cocina. Le dará algo de beber.
-Venite in cucina, prego –decía la anciana con una sonrisa que asustaba- Venite, venite –repetía mientras empujaba a mi compañero hacía una de las habitaciones.
-No queremos que nadie sepa de este encuentro, ni siquiera el comisario –dijo mirando en dirección a su madre que empujaba al policía hacía el interior- No se preocupe, solamente le vamos a borrar la memoria.
-Lo que hagan en su casa de no es de mi incumbencia –dije mientras sacaba un cigarrillo- ¿Le molesta?
-No, por favor, adelante.
-¿Gusta? –pregunté cortésmente inclinando la cajetilla hacía ella.
- He abandonado el vicio. Gracias.
Me encogí de hombros y prendí el cilindro mortal que ya sujetaba entre mis labios.
-¿Pasamos a la sala? –me dijo señalándome un pórtico que daba a la habitación contigua.
Asentí, di un paso y extendí mi brazo indicándole que pasaría después de ella. Ella avanzó sin mediar palabra y la seguí hasta un sillón donde un hombre robusto, de baja estatura y un frondoso bigote esperaba nervioso.
-Inspector Guzmán, le presento a mi marido, el señor Ponzoti.
El hombrecillo se puso de pie rápidamente, se pasó la mano por el pantalón discretamente para limpiarse el sudor y me la extendió en un saludo de lo más formal. Se la estreché y ambos nos sentamos después de que lo hiciera la señora de la casa.
-Inspector, ante todo debe saber que este asunto es muy penoso para nosotros, si se supiera… -hablaba rápido y en un español más claro que el de su esposa.
-No se preocupen. Entiendo la discreción que se pretende en estos casos, especialmente en miembros tan prominentes de la comunidad.
Ambos se quedaron mirándome estupefactos. No esperaban que tuviera tanta elocuencia, pero años de lidiar con elitistas me habían enseñado una o dos frases buenas que solía usar.
-Ha sido muy bien recomendado por el comisario Álvarez de la capital –continuó la señora- Además hicimos algunas averiguaciones y nos dicen que es muy eficiente y sobretodo, discreto.
Me sonreí, era la segunda vez que lo decían, sin duda el caso era más bochornoso de lo que podía esperar.
-Entiendo, cuéntenme cómo puedo ayudarlos.
-Mi marido perdió un objeto muy valioso.
-¿Perder? ¡Me lo robaron! –interrumpió molesto- Nunca podría perderlo.
-Eso no lo sabemos –respondió en una reprimenda contenida.
-Ya veo. ¿Cuándo fue la última vez que vio el objeto en cuestión? –pregunté dirigiéndome al hombre sonrojado.
-Ayer. Por la mañana –respondió con seguridad, como si fuera una respuesta ensayada o una pregunta que había estado haciéndose todo el día.
-¿Y cuándo notó que faltaba?
-Al medio día. Cuando me fui a lavar las manos para almorzar.
-¿Se trata de un anillo? –pregunté confirmando una deducción evidente.
-No cualquier anillo –respondió la mujer desviando la vista avergonzada.
Me tomo un momento darme cuenta de que se trataba. El silencio y sus miradas abochornadas tenían que decirme algo, como si fuera una obviedad que clase accesorio habían perdido. Finalmente caí en la cuenta. Pero era imposible, así que tuve que confirmarlo con una pregunta que nadie quería responder.
-¿Quieren que encuentre su anillo de la stregheria?