El anillo robado

Capítulo 4

El cuidador de la estancia era un hombre sencillo y muy callado. Según me había dicho el matrimonio, no tenía permitido ingresar a la casa y le habían encomendado la tarea de buscar el anillo en todo el terreno sin decirle claramente que era, solo se habían referido a él como una reliquia familiar. Mientras me llevaba de vuelta a la pulpería para recuperar mi auto, puesto que el comisario se había ido solo con la última hora borrada de su mente, sólo pude sacarle una o dos palabras.

Una vez recuperado mi vehículo fui hasta la casa de doña Irma según las indicaciones de mis clientes. La construcción era larga, con un patio delantero y un pasillo a un lado que había sido pensado para estacionar un auto pero estaba vacío a excepción de las hojas que caían de la copa del árbol del vecino que se asomaba por sobre la medianera. Por los ventanales del frente podía verse, a través de unas horribles cortinas, que tenía todas las luces apagadas.

La mayoría de estas casas no poseía un timbre, pero sin embargo lo busqué en las columnas de la puerta de entrada por si esta era una excepción. No fue así. Di dos aplausos sonoros y esperé. No pasaba nada así que repetí la acción. En la casa de junto se encendió una luz, un hombre se asomó por la ventana y volvió a meterse cuando me vio. Espere un minuto más y, antes de que volviera a aplaudir, las luces del ventanal se encendieron.

Doña Irma, como le decían, era una señora de más de setenta años que vivía sola. Su marido había fallecido años atrás y su hijo se había mudado a la capital, así que para conseguir un rédito del espacio vacío que disponía alquilaba la habitación libre. Era el único hospedaje del pueblo, seguramente porque a nadie a se le habría ocurrido construir un hotel en un lugar que no tenía turistas.

La mujer se asomó por la puerta asiendo fuertemente su bata y me preguntó que quería desde el otro lado del patio. Le dije que venía por la habitación lo más bajo que pude, pero la distancia que nos separaba no daba lugar a la discreción, así que supongo que varios de los vecinos se enteraron de mi presencia. Tras meditarlo un instante, la señora me hizo un gesto invitándome a pasar.

-Estas no son horas de molestar, joven –me recriminó mientras entraba.

Mire indiscretamente el reloj que había en la sala que indicaba que apenas eran las diez de la noche, pero me contuve de hacer comentarios. Después de todo, era el único hospedaje del pueblo.

-Disculpe, vengo de la ciudad y me dijeron que aquí podía pasar la noche. –respondí lo más confiable que pude.

La propietaria me miró de arriba abajo, como si su mirada juiciosa fuera suficiente para inferir si su posible inquilino era decente o no.

-¿Cuánto tiempo se va a quedar?

-Depende cuanto me lleve mi trabajo. No creo que más de dos noches. Tres a lo sumo, pero lo dudo.

-¿A qué se dedica?

-Soy escritor

-¿Qué escribe?

-Un libro, soy escritor de libros –respondí con una sonrisa intentando disimular lo mucho que me molestaba su necesidad de inmiscuirse en mis asuntos.

-Está bien. Tiene que estar de vuelta antes de las ocho, me duermo temprano. El desayuno se sirve hasta las nueve. No quiero vagos en mi casa que duermen hasta cualquier hora. Nada de alcohol. Nada de mujeres ¿Estamos?

-No hay problema. –respondí manteniendo mi sonrisa falsa.

-Pase por acá

La seguí por un pasillo que daba a las habitaciones y terminaba en la cocina. En la mitad del camino se detuvo y me señaló una puerta con un vidrio esmerilado.

-Este es el baño. Si quiere ducharse, que no le tome más de diez minutos. –dijo con una rispidez que me hacía imaginarla como un sargento del ejército- No hay mucha agua en el pueblo y hay que cuidarla.

Siguió caminando sin esperar respuesta hasta la siguiente puerta. La abrió y me encontré un cuarto pequeño, decorado como si un adolescente viviera allí.

-Este es su cuarto. No rompa nada, son cosas de mi hijo.

-No se preocupe, solo usaré la cama y el escritorio –respondí simulando cortesía.

La mujer asintió y se quedó de pie en la puerta esperando. Le pregunté cuanto costaba la noche, saqué mi billetera y le pagué por dos.

Cuando por fin se fue, me acomodé en la cama y saqué mis notas. Ponzoti me había dado una lista de los lugares dónde había estado los últimos dos días. Una lista demasiado breve que pensaba prolongar al día siguiente a fuerza de rumores.

Guardé todo en el sobretodo que colgué en el perchero junto a mi sombrero, me saqué los zapatos y me acomodé en la cama. Cerré los ojos e intenté dormir, pero me sobresalté cuando escuché los ronquidos que venían de la habitación contigua. Sonaba como un rinoceronte con catarro intentando correr una maratón. A pesar de los ruidos, unos minutos después, logré conciliar el sueño.




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