Al día siguiente me levanté lo más temprano que pude para evitar otra reprimenda de mi poco hospitalaria propietaria y me dirigí a la cocina guiado por el aroma de un café recién hecho.
Me senté en la mesa y doña Irma me sirvió una taza y una porción de un pastel que parecía recién hecho. Miré el reloj y recién eran las ocho de la mañana, no podía imaginar a qué hora se había levantado para prepararlo. Estaba muy sabroso y esponjoso.
-¿Se va a quedar escribiendo acá o va a salir? –me preguntó mientras me miraba comer.
-Voy a salir. Vine a conocer al pueblo y a sus habitantes –respondí intentando no sentirme tan incómodo por su atenta mirada.
-¿De qué trata su libro?
-Es un ensayo sobre la influencia de los hechiceros en habitantes de los pueblos pequeños de nuestro país.
La mujer asintió como si entendiera de qué le estaba hablando. Ni siquiera yo sabía de qué estaba hablando. La frase la había sacado del copete de un libro que se había lanzado recientemente y estaba siendo muy publicitado en todos los diarios. Fue una suerte que la señora no leyera los resúmenes de los libros en el periódico, aunque sospechaba que así fuere cuando me arriesgue a disparar una frase tan rebuscada.
-En este pueblo los únicos hechiceros que hay son los Ponzoti –acotó con un aire intelectual forzado que resultaba casi gracioso.
-Mejor. Ya tengo bastante información sobre pueblo atestados de brujos. –respondí y le di un sorbo al café. -¿Qué puede decirme de los Ponzoti? ¿Son gente amable?
-No se meten con nadie. Ayudan mucho en el pueblo, pero la gente prefiere evitarlos. No sé cómo serán las cosas en las ciudades, pero acá somos gente sencilla, preferimos no relacionarnos con brujos.
-Parece como si les tuvieran miedo –pregunté fingiendo inocencia.
-No, no es miedo –dijo nerviosa, como si quisiera ser políticamente correcta- Ellos tienen sus costumbres, nosotros las nuestras.
Asentí y apuré mi taza de café. Me puse de pie y agradecí a la anfitriona.
Pasé la mañana recorriendo el pueblo. Visité la municipalidad, que era uno de los lugares de mi lista, la despensa, el club del pueblo que funcionaba como patio de la escuela, volví a la pulpería y para el medio día ya tenía algunas ideas de a que me enfrentaba.
Todo el pueblo temía a los Ponzoti, así que la posibilidad de que un lugareño hubiera robado el anillo se había tornado casi nula. Pregunté además por antros y lugares de mala muerte, todos decían que el único que había era un lugar conocido como “el conejo de la galera” que estaba en la ruta camino a Campana.
Finalmente, después de almorzar un plato de guiso de lentejas con un vaso de vino de la casa en la pulpería, decidí hacerle una visita al comisario.
-Buenas tardes comisario –dije mientras entraba en la pequeña comisaria.
Solo había dos escritorios, el del comisario y otro que se encontraba vacío, probablemente porque su ocupante se había ido a almorzar.
-¿Qué se le ofrece? –preguntó somnoliento. Al parecer se había quedado dormido en su silla tras una suntuosa comilona.
-Disculpe que lo moleste. Soy escritor, vengo de la capital.
-¿Allá no duermen la siesta? –preguntó con ceño fruncido pero seguido de una carcajada.- Le estaba tomando el pelo hombre, sé que no.
-¿Puedo hacerle unas preguntas para mi investigación? –pregunte sonriente, como si su humorada me hubiera hecho gracia.
-No puedo decirle que estoy ocupado, -dijo señalando a su alrededor- así que adelante. ¿Sobre qué está escribiendo?
-Sobre la influencia de los hechiceros en habitantes de los pueblos pequeños de nuestro país.
-¡Mierda! Espero que el titulo sea más corto que eso. –comentó riendo.
-Todavía no sé cómo lo voy a titular
-¿Qué quiere saber? Acá los únicos hechiceros que hay son los Ponzoti. Buena gente. No se meten con nadie.
-¿Cómo se toma el pueblo su presencia? ¿Ha tenido alguna queja o comentario negativo por parte de los pobladores?
-Llevo muchos años como comisario y nunca llamé al Consejo. Ni siquiera sé si tengo el número –dijo haciendo la pantomima que buscaba entre sus papeles- Acá no hay problemas, mucho menos con los Ponzoti. Ponga eso en su libro. –concluyó señalando mi libreta.
-Ya veo. Bueno eso es todo.
-Para lo que pueda servirle.
-Hay algo más. Algo más…personal.
-Dígame.
-Es un poco vergonzoso, espero que no me tome por un indecente, pero me comentaron de un lugar… “el conejo de la galera”
El comisario se sonrió y se inclinó sobre la mesa, como si fuera a confiarme un secreto.
-Tranquilo hombre. Uno tiene necesidades. Queda entre nos. ¿Qué quiere saber? ¿Si hay buenas chicas?
-Eso y si es un lugar seguro. –respondí fingiendo vergüenza.
-El más seguro. No se preocupe. Mire, le voy a contar un secretito. Yo voy todos los viernes. Si quiere lo llevo, así se siente más tranquilo.