Llegó la noche y el comisario cumplió con su palabra. Era la segunda vez que me subía a su patrullero pero él no lo recordaba.
Después de hablar con él, había pasado el resto de la tarde sentado frente a la salita de emergencias esperando ver si llegaba algún accidentado. El anillo tenía una maldición y si alguien distinto a su dueño se lo ponía sufriría toda clase de percances, desde los más leves hasta su muerte si lo tenía por suficiente tiempo. Nadie llegó por lo que asumí que el ladrón, si existía, no había sido tan estúpido como para tratar de usarlo.
Condujo unos minutos por la ruta hasta un pequeño refugio donde había un hombre esperando el ómnibus o eso parecía. Estacionó, bajamos del auto y nos acercamos a la precaria construcción.
-Buenas noches –dijo el comisario.
-Buenas noches, ¿están esperando el 192? –respondió el hombre misterioso.
-No, venimos a tomar el 366.
El supuesto pasajero se sonrió y dijo “pasen” poniéndose de pie y empujando una de las paredes. El patrullero desapareció y a través de la puerta pudimos ver un pasadizo. Mi compañero asintió y nos adentramos en la madriguera del conejo.
No era el primer burdel mágico que visitaba, pero tuve que disimular para no perder mi fachada. El sucucho era pequeño, con olor a humedad. Las partes de las paredes que aún conservaban el revoque eran de un color amarillento. En un extremo había una especie de barra improvisada que tenía detrás un cartel con el dibujo de un conejo borroneado, custodiado por un barman sin un ojo. Distribuidos por el lugar había unas mesas y sillas de madera donde unos pocos pueblerinos tomaban vino o cerveza de mala calidad. Junto a ellos, unas mujeres con poca ropa y rostros cansados forzaban una sonrisa complaciente que no engañaba a nadie. En la otra punta, había una cortina negra que, a pesar de la poca luz, se notaba que no había sido lavada en más de diez años.
-¿Qué quiere tomar amigo? –me preguntó el comisario cuando llegamos frente a la barra.
-Whisky.
El barman y mi compañero se sonrieron con una mirada cómplice. Los lugareños eran habitués y no podían costearse bebidas caras.
El tuerto sacó una botella de whisky nacional y me sirvió una medida.
-Sírvale una a mi compañero, yo invito. –dije respondiendo a la mirada de perro frente a una carnicería que tenía el comisario.
-Gracias amigo. –dijo relamiéndose- Solo por eso, lo voy a dejar elegir primero.
Di un sorbo largo a mi bebida. Como había previsto era el peor whisky que había probado en mi vida.
-Muy amable, pero primero tengo que ir al baño.
-La primera puerta, atrás de la cortina –respondió a la pregunta implícita el cantinero.
Agradecí y me puse de pie. Emprendí camino hacia dónde me habían indicado inspeccionando el lugar a detalle mientras avanzaba lentamente. Crucé la cortina y había tres cubículos cerrados con telas similares a la que había atravesado. De uno de ellos podía escucharse la orquesta sexual que producen los camastros, los bramidos de un cliente satisfecho y los gemidos fingidos de una prostituta que no ve la hora de que se termine su turno. A mi izquierda había una puerta de madera que empujé para descubrir una letrina donde miles de almas habían depositado sus restos pero ningún valiente se había atrevido a limpiar.
Contuve el impulso de vomitar y cerré nuevamente. Me volteé y espié por la cortina. Tenía la sospecha que, por lo menos, dos de las chicas eran brujas. Primero saqué mi amuleto de vitroverdina. No lo había usado al entrar porque ya sabía lo que provocaba en el comisario y no quería que volvieran a borrarle la memoria. Inspeccioné los flujos energéticos. Había magia en el ambiente pero no tanta como se esperaría. Si había una bruja era bastante recatada. Guardé en monóculo y saqué el llavero de amuletos. Sujeté el que tenía el cristal Eymerico y lo apunté hacía la concurrencia. Emitió una sutil luz pulsante, así que volví al salón llevándolo discretamente ocultó en mi mano, pero espiándolo de tanto en tanto.
Me acerqué a una de mis sospechosas pero el cristal no mostraba mayor luminiscencia así que me desvié hacía mi segunda opción. Levanté la vista un momento hacía la barra, el comisario estaba conversando muy animado con el barman y ninguno me echaba en falta, así que continué mi pesquisa.
Mi segunda opción hablaba acarameladamente en tono francés, con un anciano de piel curtida por el sol. Me aproximé y, como suponía, la piedra que tenía firmemente asida comenzó a brillar intensamente, así que la escondí antes de que llamara demasiado la atención.
-Disculpe caballero, pero la dama y yo tenemos un asunto pendiente.
La mujer se sorprendió por mi interrupción, pero no abandonó su papel. Me dedicó una sonrisa que no respondí y eso la preocupó más.
-Perdón mon cheri, más tarde continuamos, ¿oui? –le dijo al hombre que miraba desconcertado.