El Aprendiz

Entre paredes blancas

Como era de esperarse, solo una persona vino a visitarme hoy, mi hermana; la única que siempre estuvo ahí, apoyándome y ayudándome en todo instante. Ella ha venido a verme al hospital casi todos los días después del «accidente», mi familia prefería llamarlo así; al igual que mi apreciada madre.

No importaba, estas situaciones ya se habían tornado un hábito, jamás había sido una persona sociable o de muchos amigos. Desde mi infancia, solía pasar la mayor parte del tiempo aislado de los demás niños; y no me sentía mal por ello, por el contrario, disfrutaba hacerlo. En mi adolescencia no fue precisamente distinto, dejaba correr las horas encerrado en mi habitación y no parecía verme afectado por ello.

Pero, aunque lo intentase, tenía una gran dificultad para crear vínculos afectivos con las personas, siempre que empezaba a hacerlo, los alejaba de mi. Las únicas a quienes pude adaptarme y apreciar, fueron mi hermana y mi madre.

Esta mañana, desperté y descubrí a mi hermana sentada al lado de la camilla en la cual me encontraba, permanecía en silencio mientras que, con una mano sostenía un libro, el cual leía con mucha atención, y con la otra acercaba una taza humeante de café a sus carnosos y delicados labios. La admiraba: ojos almendrados de tintes claros, nariz delgada, piel pálida y cabellos castaños; detrás de esa figura espectacular había un alma noble, apacible y bondadosa, una guerrera en todos los sentidos, de esas que, ante una caída, levantan la frente y no se rinden, que aunque ya no tenga fuerzas, las encuentra en su interior y sale victoriosa de cualquier batalla.

Observé el reloj colgado en la pared: eran pasadas las diez, del jueves. Ahora que lo notaba, en el tiempo que permanecí aquí, jamás llegó a agradarme ese reloj, tenía una forma geométrica perfecta que resultaba anticuada e incluso un tanto deprimente. Peor aún, era que todas las habitaciones tenían uno igual adornando las paredes.

Las habitaciones... siempre tan blancas y relucientes; aún no me había acostumbrado al brillo cegador que producían sus pisos y paredes por la mañana.

Jamás logré comprender la razón de que las habitaciones de los hospitales fueran blancas, estar en ellas generaba la sensación de haber partido de este mundo, aunque, a su vez, generaba una paz interior inconmensurable.

Cuando los pensamientos se desvanecieron al fin, logré reaccionar.

—Buenos días —saludé.

—Buenos días dormilón —respondió con esa reluciente sonrisa característica suya.

—¿Qué lees? —cuestioné en un intento por iniciar una conversación.

—Una antología de pensamientos, se llama: «La Cara Oculta de la Luna»

—Suena a un tonto libro de adolescentes —reí.

—Ya cállate, es muy bueno —replicó risueña—. De hecho deberías leerlo —agregó.

—Tal vez lo haga. Después de todo, no tengo mucho por hacer aquí.

—Pues tu tortura finalizará pronto hermanito.

—¿Alguna novedad? —indagué.

—El doctor dice que te harán una última revisión hoy y, si todo está en orden, te darán el alta esta misma tarde.

—Me alegra oír eso —expresé —ya no soportaba permanecer todo el día tendido en una cama —añadí.

—Pues no es muy distinto de lo que hacías en casa —refutó a modo de burla.

—No es cierto —negué mientras reímos al unísono.

Hacía tiempo que no teníamos un momento agradable como este. ¿Cuándo se volvieron tan complejas las cosas?

Su expresión cambió de repente y la sonrisa se borró espontáneamente de su rostro.

—Por cierto... He estado hablando con mamá, ella insiste en llevarte a un psicólogo al salir de aquí y papá la apoya en esa idea.

»Estoy intentando convencerlos de que no es necesario, pero... bueno, ya sabes como son ellos —se notaba la angustia en su voz.

No respondí, permanecí en silencio observando al techo. Los comprendía, no debía ser fácil para ellos pasar por todo esto, no sería fácil para nadie. Tan sólo buscaban la manera de ayudarme, aunque sin saber con exactitud como hacerlo.

—Me tengo que ir, debo volver al trabajo —indicó, rompiendo dulcemente con el silencio—. Vendré por la tarde a buscarte —agregó.

»Por cierto, te tengo una sorpresa que, sin dudas, te fascinará.

—¿Qué es? —pregunté, aún absorto en mis pensamientos.

—Tendrás que esperar hasta la tarde para averiguarlo.

Se detuvo un momento, como si quisiera agregar algo más, sin embargo, solo dijo:

—Adiós, hermanito.

—Adiós, Sara, gracias por venir —saludé.

—Descansa —sugirió.

—Lo haré.

Cruzó la puerta de la habitación y la cerró a sus espaldas, cuidadosa, como si no quisiese hacer ruido.

Detestaba las sorpresas, me atormentaba la idea de no saberlo todo en el momento y la ansiedad me dominaba por completo, la curiosidad había sido siempre mi talón de Aquiles. Entonces, si tenía que esperar una sorpresa de alguien pasaba todo el día intentando adivinar lo que podría ser y, casi siempre, lo lograba. Era fácil, bastaba con observar los gestos que la persona realizaba en el momento en que hablaba de ella y, basándome en eso, intentaba relacionar la emoción en sus expresiones con los objetos posibles. Sin embargo esta vez fue diferente, tenía en su rostro una sonrisa alegre, pero, a su vez, su mirada vacía la hacia parecer tan forzada, como si ocultara detrás de ella una desagradable noticia.

Me sentía exhausto, así que decidí dormir un poco más. En cualquier caso, tampoco es que tuviera más que hacer.

Pero, pasados unos minutos, desperté repentinamente tras oír un llamado.

—Martin, despierta.

—Ah hola doct... ¿¡Quién es usted!? —indagué alarmado al extraño sujeto que se hallaba de pie junto mi cama. Su rostro era blanco como la nieve y me observaba en silencio sin expresión alguna.

No respondió. Dio media vuelta y se destinó a la puerta, con pasos tan suaves que parecía levitar.

Arrastrado por una ascendente curiosidad, me levanté, calcé mis zapatos y fui tras él. Estaba atemorizado, como también atónito.



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En el texto hay: vida, aprendizaje, suicidio

Editado: 17.05.2025

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