Al entrar, noté de inmediato al siguiente maestro, se hallaba de pie, de espaldas al fondo de la habitación. Era de figura agraciada, un tanto regordete y de cabello corto.
—¡Oh! Martin, adelante. Bienvenido —saludó con una alegre sonrisa, tras oír mis pasos al acercarme.
—Gracias, señor. ¿Qué está haciendo? —la curiosidad nuevamente guiaba mis pasos.
—Estoy trabajando en la decoración de la sala, ¿Te gustaría ayudarme con esta pared, Martin?
—Claro, ¿en qué le puedo ayudar? —Obedecí
—Entonces pásame esas flores para que pueda terminar de pegarlas a la pared. Te encantará el resultado. —La sonrisa no se borraba de su rostro.
—Pero, ¿Sabe que se terminarán marchitando, verdad?
—No en esta sala Martin, reciben cariño suficiente para mantenerse siempre vivas y radiantes —hizo una breve pausa.
»Verás, Martin, lo mismo pasa con las parejas enamoradas. Si con el pasar del tiempo no se actúa correctamente, el amor se irá marchitando hasta desvanecerse por completo —comentó.
—Disculpe, maestro —lo interrumpí —¿A qué se debe la decoración? ¿Está celebrando algo?
—Claro Martin, estoy celebrando el amor. Deberías hacerlo tú también.
—En ese caso, me queda claro que usted es el maestro del Amor, ¿no? —pregunté con notable ironía.
—Que sabio —exclamó sonriente al voltear a verme.
—Pero, aún falta para el día de los enamorados, ¿por qué el apuro en prepararlo? —comenté indiferente.
—Oh no, Martin, el amor no solo se celebra en el día de los enamorados, se celebra todos los días, a cada segundo. Es algo que llevamos todo el tiempo en el corazón, el amor nunca nos ha abandonado.
»En cierta forma, tiene merecida su celebración —el tono de su voz era extrañamente dulce. Demasiado dulce, diría yo.
—Bien, pues ilumíneme con su sabiduría. ¿Qué es lo que va a enseñarme, Maestro? —la paciencia nunca había sido mi fuerte, claro está.
—Llámame Azgahd. Mi deber es enseñarte a amar, Martin.
—Pero… creí que aprendería algo nuevo.
—¿Presumes ya saber amar? —me vio con indiferencia.
—Claro, ya lo he hecho antes.
—¿Estás realmente seguro de ello? —insistió.
—¡Por supuesto! —empezaba a fastidiarme.
—Bien —asintió—, entonces dime. ¿Qué es el amor?
Lo pensé unos segundos, buscando las palabras adecuadas.
—Amar, es desear que una persona esté contigo, apreciarla, protegerla y desear que no te abandone —respondí.
Azgahd movió su cabeza de lado a lado en señal de desaprobación.
—Respuesta errónea —concluyó—. Bien, dime Martin ¿Qué tal quedó? —indagó presuntuoso mientras señalaba a la pared.
—Está… muy romántica, diría yo.
—¡Perfecto! En ese caso, continuemos…
»El amor, Martin, es el deseo hacia una persona, pero no el deseo físico, sino el deseo espiritual. Es la atracción inevitable entre dos almas.
»Cuando amas realmente a alguien, dejas libre a esa persona, porque confías lo suficiente en ella como para no preocuparte con perderla. La proteges y ayudas siempre que esté en tus manos la posibilidad de hacerlo.
»Pero sobre todo, sus almas están unidas por un bien común: La felicidad.
»No existe amor sin felicidad Martin. Tampoco existe amor si hay desconfianza y miedo.
»Si amas a una persona pero temes perderla, pensando en el daño que te provocaría esto, no la estás amando realmente. Ese sentimiento se llama obsesión o necesidad. Algo totalmente contrario al amor.
»Aseguraste amar en una ocasión, dime, ¿A quién? —indagó.
La pregunta me tomó por sorpresa. No era algo demasiado complejo que responder, pero llevaba tanto tiempo sin hablar de ello…
—Ella… se llamaba Naty —respondí en un suspiro.
—Cuéntame, ¿Cómo era? —continuó.
—Era hermosa —su imagen vino a mi mente—. Tenía ojos color café, el pelo largo, castaño; delgada, pero de figura elegante, todo su cuerpo estaba en perfectas armonía. Y su sonrisa… tan radiante.
—No te limites a lo físico —señaló.
—En cuanto a su personalidad, solía ser muy alegre, positiva, amorosa —hice una breve pausa abrumado por el recuerdo.
—¿Y qué pasó con ella Martin? —insistió Azgahd.
—Éramos felices, llegar a casa y poder estar con ella era el mejor momento del día, sus abrazos eliminaban todo el estrés y el cansancio del trabajo. Por mucho tiempo, llegué a pensar que era ella el amor de mi vida.
»Pero no duró mucho. Un tiempo después, empezaron los celos, las inseguridades y las dudas. Temía perderla e incluso desconfiaba que tuviera otra relación. Discutíamos, todo el tiempo.
»Luego, poco a poco, se fue apagando, dejó de ser alegre, se volvió muy callada y lograba encontrar algo negativo a todo. Ya no la reconocía. Muchas veces la oí llorando y no tuve el valor de consolarla —hice una pausa y me adentré en mis pensamientos.
Recordaba su rostro a la perfección, al principio era radiante, expulsaba un inmenso aura de felicidad. Pero también, recordaba su rostro destrozado en las mañanas, que revelaba el hecho de que no había dormido y posiblemente había estado llorando.
¿La extrañaba? ¡Por supuesto! Pero no quería que regresase, tenía miedo, no sabría cómo reaccionar y muchas veces pensar en ello me hacía sentir un cobarde.
Había pasado poco más de dos años de nuestra ruptura y aún no lograba olvidarla, no quería olvidarla.
La voz del maestro me devolvió a la realidad.
—¿Y luego? —preguntó insistente.
—Un día, desperté y ya no estaba ahí. Se había marchado, sin dejar rastro alguno, a excepción de una nota en un trozo de papel bajo la lámpara de mesa. En el cual solo decía: “Perdón”.
—¿Y sabes por qué pediría perdón, Martin? —indagó.
—Por irse así, sin más, supongo —respondí con la vista al suelo.
—No, Martin. Ella lo hizo porque creyó que era su culpa, porque te encargaste de hacerla creer eso, aún cuando era claro que toda la culpa era tuya —sus palabras eran duras, pero en el fondo sabía que realmente tenía razón.