Antes de abrir la puerta, hice algo que no había hecho jamás desde mi estancia aquí, detenerme a observarla. Quizás fue por los nervios que me consumían, pero, dejando a un lado la razón, lo que se apoderó de mi atención no fue la puerta en sí, sino los detalles escondidos en ella. Una obra maestra por donde la mires, no era necesario entender demasiado sobre maderas para notar que esta era de las más elegantes y finas, hermosa en toda su extensión.
Pero lo maravilloso no era sólo su madera, sino los dibujos en ella tallados. En ella podía ver cada una de las salas por las que había pasado anteriormente, con todos sus detalles y sus respectivos maestros, pero el recorrido no mostraba más allá de esta puerta, ¿Sería este el fin del camino?
Sobre el marco, cuentos de símbolos y dibujos extraños, ¿Qué significarían? Incluso, ante mi asombro, me descubrí junto a esos dibujos, con mi imagen detallada perfectamente. La manecilla también guardaba sus maravillas: parecía ser de oro, con pequeños cristales incrustados en ella; la recorrí con la yema de mis dedos, la giré y la puerta se abrió.
Al cruzarla, la puerta desapareció a mis espaldas y me hallé en medio de una pradera infinita, con pequeños árboles dispersos en toda su extensión. Levanté la vista, el sol resplandeciente, como corazón de un cielo despejado en su totalidad, con su calidez impactaba mi cuerpo, mientras que el suave viento rozaba con delicadeza mis mejillas.
El cántico de múltiples aves y el aleteo de coloridas mariposas, en conjunto con la inmensa llanura, formaban un paisaje perfecto, inigualable a cualquiera que hubiera visto en toda mi vida.
Comencé a avanzar mientras me ahogaba en un inmenso mar de paz. Caminé unos metros y divisé a lo lejos, debajo de un árbol, a alguien meditando sobre el césped.
Partí en su dirección mientras recorría con la vista el lugar. El perfume de las flores inundaba mi alma y una paz envolvente guiaba mis pasos, como si caminase sobre esponjosas nubes.
Por un momento, logré sentir al mundo tan pequeño, sentí que podía tomarlo con mis manos y hacer lo que quisiera con él. Podía transportarme por cualquier parte del mundo a mi merced, estar en todas partes al mismo tiempo y, a su vez, en ninguna. Podía jugar con los planetas. Volar sobre el lomo de un colibrí entre flores gigantescas. Sonreí, quizás esa fue la más sincera de mis sonrisas.
Recordaba tan sólo una ocasión en la que sentí una paz similar a esta: un día cualquiera hace algunos años.
***
Aquel día había sido terrible, el estrés del trabajo y los problemas familiares iban de mal en peor. En ese entonces, como nunca había tenido muchos amigos, solamente me encerré en mi habitación, el único lugar donde me sentía seguro.
Estaba acostado mirando al techo, algunas lágrimas se deslizaban lentamente por mis mejillas y mi mente taladraba mi cabeza con pensamientos incesantes, mismos que se vieron interrumpidos tras un golpeteo en la puerta.
—Martin, ¿Puedo entrar? —Podría reconocer esa voz incluso en medio de una multitud ruidosa, su dulce voz era única.
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas y sequé mis lágrimas.
—Está abierta, entra, Sara. —mi voz sonó quebrada debido al llanto. Ella atravesó la habitación, tomó un cojín y se sentó a mi lado. Permaneció unos segundos en silencio, mirándome, mientras mi vista se limitaba al frente.
—Ven, recuéstate —dijo incitando a que recostara mi cabeza en su regazo, obedecí. Así era ella, no necesitaba decirle lo que sentía, éramos tan iguales que, con sólo mirarme a los ojos, podía sentirlo también.
»Sabes, te entiendo, la vida es dura a veces —dijo con ternura, mientras acariciaba mis cabellos—, puede golpearte hasta más no poder, pero hay algo de que siempre estaremos seguros, todo pasa con el tiempo. Si estás teniendo un mal momento, puedo asegurarte que estaré contigo hasta que todo haya pasado, y seguiré contigo cuando vuelvas a tus días de alegría, porque sabré más que nadie lo mucho que los añoraste —volteé a verla, una lágrima había descendido por su rostro manchando levemente su maquillaje, como si su tristeza quisiera mostrarse también. Y aún así, se veía hermosa. Me volví a sentar y la abracé, como hace tiempo no lo hacía.
Y fue en ese momento cuando lo sentí: mientras la abrazaba, una paz arrasadora invadió mi alma, llevándose mis penas y lamentos. En sus brazos, me sentí realmente seguro y entendí, que no volvería a estar solo, que aunque no tuviera amigos siempre tendría a alguien con quien contar, alguien en quien confiar, pero sobretodo, alguien que me amara de verdad.
***
Abrí los ojos, pero el recuerdo permaneció en mi mente. Incluso, podía jurar que sentía el calor de aquel abrazo.
Unos metros antes de llegar, supe de inmediato que se trataba de otro maestro. Vestía una túnica de un blanco amarillento, con patrones bordados de color verde lima en sus mangas y el cuello. Llevaba un cinturón de cuero negro con una enorme hebilla de bronce fijado a su cintura. Poseía una exuberante barba y cabellos de un gris metal. Su imagen, desbordaba años de conocimientos acumulados, pero su rostro carecía totalmente de arrugas, lo cual lo hacía parecer tan joven como yo.
—Bienvenido, Martin —saludó sin salir de su trance.
—Gracias, maestro… —titubeé.
—Eleht, maestro de la vida —fijó en mí su mirada y se presentó —. Adelante, siéntate —sugirió.
Me senté en el césped, la sensación era magnífica, su textura era de una suavidad casi celestial.
—¿Qué va a enseñarme, Eleht? —cuestioné ansioso.
—Te enseñaré a cómo vivir correctamente. Pero primero, cierra tus ojos —sugirió—. Ahora, respira profundamente. Inhala por la nariz… y exhala por la boca —Realizamos el ejercicio varias veces.
»Dime, ¿Qué sientes? —interrumpió Eleht.
—Paz, como nunca antes la sentí —respondí, cautivo en el trance.
—No es sólo paz, Martin, es paz interior. Dicho de otra forma, paz contigo mismo y hacia tu persona —explicó.