Llegué frente a la puerta de mi casa, me detuve un momento allí y suspiré profundamente antes de entrar, mis manos temblaban. La clase de recepción que tendría era aún una incógnita.
Una de las cosas que menos le agradaba era que saliera así, sin avisar. Abrí lentamente la puerta, intentando hacer el menor ruido posible.
—¿¡Dónde estabas!? —vociferó al verme desde la cocina, dejando pasar el enojo por encima de la preocupación.
—Estaba en la plaza que está aquí a unas cuantas casas, nada de que alarmarse —expuse con disgusto.
—Claro, ¿y a quién solicitaste permiso para salir? ¿Acaso te vales por ti misma ahora? —interrogó fastidiosamente, con las cejas arqueadas hacia el centro de su rostro y sin despegar la mano de su cintura.
—Necesitaba tomar un poco de aire fresco, Laura —solía llamarla así cuando surgían esas, ya normalizadas, controversias—. Me sentía estresada —señalé, ya sin ánimos de discutir.
—¿Estresada?, ¿por qué? Si nunca haces nada —refutó, absorta en su soberbia.
—Si papá estuviera aquí…
—¡Pero no lo está! —interrumpió, dominada por la ira de una nostalgia invasiva.
Tan sólo bajé la mirada, había sido un grave error, sabía lo duro que era esto, me arrepentí al instante de haberlo mencionado. Además, solamente alargaría más la discusión si refutase algo. Su arrogancia no le permitiría jamás asumir su necedad.
Esperé a que terminara de gritarme y así dirigirme a mi habitación. Me alejé lentamente hasta estar fuera de su campo visual, entré y cerré la puerta con dos giros de llave. Me recosté en la cama y permanecí ahí durante varias horas, vagando en un torbellino de pensamientos incesantes. Tan libre ante el vacío, como un astronauta abandonado a su suerte en la inmensidad del espacio.
Esto no era para nada algo nuevo, siempre era igual. Ella buscaba constantemente cualquier excusa para así poder insultarme, gritarme, o criticarme. Ocurría tan a menudo que ya me había acostumbrado a ello, de hecho, creo que ya ni siquiera me afectaba, después de todo, nunca supe lo que era recibir afecto de su parte.
Pero no siempre había sido así, los problemas iniciaron desde aquél día, en el que papá pereció tras el accidente.
En cierto modo, sentía que ella me odiaba por eso, por haber estado allí, por haber sobrevivido, en lugar de él. Pero, era tan sólo una niña, ni siquiera recordaba bien lo que había ocurrido ¿Cómo hubiera podido salvarlo? ¿¡Acaso podía haber evitado que aquél conductor del camión se durmiera al volante!?
Cerré mis ojos con fuerza y una lágrima se dejó caer por mi mejilla, formando una pequeña mancha de humedad al tocar las sábanas.
Lo extrañaba, mucho. Él era distinto a mamá, yo era su consentida, la niña de sus ojos, o cualquier otra cursilería de esas que solía decirme. Era el único que me comprendía, o al menos intentaba hacerlo. Solía ayudarme constantemente y poseía la certeza de contar siempre con él.
Pero, él ya no se encontraba con nosotros, ya no pertenecía a este mundo. Lo había aceptado desde el primer día, pero aún así, no había logrado adaptarme a ello. Cada cierto tiempo, la agonía de su ausencia retornaba, para recordarme la soledad que gobernaba en mi presente.
Sequé mis lágrimas y tomé el celular, mi día no había sido tan malo después de todo. Y, como era costumbre, me veía en la obligación de contar el suceso de esa mañana a Analía. Tardó en responder, actitud para nada anormal, tratándose de ella.
—Hola belleza, ¿Qué pasa? —saludó la voz chillante al otro lado del teléfono, haciendo uso de su agraciada personalidad.
—Hola, Ana, ¿en qué andas ahora? —cuestioné.
—Nada importante. Aún… —respondió, soltando una breve risa al final.
—Tengo algo que contarte, sé que te encanta el chisme, así que no dudé en llamarte —comenté burlesca.
—Ay amiga, no sólo me encanta, vivo de él. Si no recibo mi dosis periódica de chismes creo que moriré de algo —respondió y reímos al unísono—. Bien, habla de una vez —añadió impaciente.
—Está bien, no te alteres —bromeé—. Hoy conocí a un chico… Era lindo.
—Oh… interesante. ¿Y cómo fue? —inquirió traviesa.
—Salí por la mañana a dar unas vueltas, ya sabes, necesitaba despejarme. Lo encontré en la plaza, la que está cerca de tu casa, le pedí un cigarrillo y comenzamos a hablar. En fin, quedamos en vernos nuevamente ahí en unos días —expliqué.
—¿Y cómo era él? —indagó Analía.
—Bueno, algo atractivo, divertido, un poco torpe —reí—, y tiene unas pestañas envidiables —finalice, con una sonrisa involuntaria plasmada en el rostro.
—Tal parece, que la diosa inalcanzable se enamoró finalmente —fanfarroneó.
—No dije que me gustara, deja de inventar cosas —refuté.
—Está bien, lo que digas, pero sé que tengo razón.
»Bueno, te dejo Naty. Iré a dar unas vueltas con Lucas enseguida, hablamos más tarde, linda —finalizó.
—Otra vez me cambias por el idiota ese, pero está bien —dramaticé a manera de broma—. Nos vemos —saludé colgando el teléfono.
Analía era mi mejor amiga, a ella le comentaba exactamente todo lo que me ocurría, era muy atenta y una hábil consejera. Aunque, ciertamente, desde que comenzó a salir con Lucas, pasó a dedicar casi todo su tiempo a él.
Las llamadas funcionaban como un alivio temporal. Pero después, ante el silencio de mi habitación, entendía que nada había cambiado en realidad. El dolor del recuerdo siempre regresaba, ese eterno sentimiento de impotencia.
Los días venideros parecían ser eternos, transcurrían con una lentitud deplorable. O es que, ¿tan sólo era así para quien se adentra en la pesadumbre de una ansiedad repulsiva?
Finalmente, después de tanta espera, llegó el día indicado, ese jueves que ansiosa había estado esperando.
Me puse unos pantalones negros con una blusa simple. No era costumbre mía resaltar a través de la ropa extravagante, prefería la sencillez.