El aprendiz del príncipe

Capítulo 1

Era un día soleado y el cielo estaba despejado, algo que era inusual en Drëvia. La región Real, como se llamaba en el resto de Galendria, se caracterizaba por su clima húmedo y frío. Las rocas estaban cubiertas de musgo casi todo el año y el olor a tierra mojada era tan habitual que los habitantes de Drëvia ya estaban acostumbrados. Era una humedad tan fría que empapaba los ropajes y te podía calar hasta los huesos si no llevabas los tejidos adecuados.

Yo personalmente siempre había preferido la calidez a la frialdad. Aprovechaba cada rayo de sol, cada cielo despejado para correr por los campos verdes que se encontraban cerca del castillo de Nubrea. Me apasionaba averiguar qué tan lejos era capaz de llegar solo con mis pies, atravesando la plaza del castillo y colándome cuando el portón se abría para recibir a algún comerciante. Me abría paso sorteando a las doncellas y a los caballeros de la Corte, que intentaban atraparme cuando veían que intentaba escaparme del recinto del Castillo. La mayoría de las veces, conseguía zafarme de sus agarres y llegaba al camino empedrado que se alargaba desde la entrada del castillo hasta el comienzo de una carretera de grava, que conducía hasta la cima de una de las colinas que lo rodeaban.

Corría tan rápido como mis fuerzas me lo permitían. Sentía que el aire helado llenaba mis pulmones y me dificultaban la respiración, pero no me detenía. A ambos lados del camino había explanadas de pasto de un color verde tan intenso que dolía el verlo en días de sol. Tréboles, violetas silvestres y campanillas asomaban y se intentaban alzar en un clima no muy amigable.

Las voces que me reclamaban se iban apagando conforme subía la colina a una velocidad abismal. Mi instructor de lucha se quedaba asombrado por la rapidez de mis movimientos a mis diez años, pues superaba la de muchos de los caballeros de la Corte que entrenaban conmigo y que eran mucho mayores que yo.

Mi padre, el rey Galderic, solía decir que esta habilidad era una de las muchas que teníamos los Eryndor, ya que, según la leyenda familiar, descendemos de Ériu, diosa de la soberanía, que nos proporcionó las cualidades más óptimas para reinar. Me enorgullecía pertenecer a un linaje familiar y a una descendencia que era mucho más grande que yo mismo. Sentía que formaba parte de un todo, algo que mi padre se había encargado de enseñarme desde que tenía memoria.

Estaba llegando a la cima de la colina, donde se alzaba un serbal y donde me solía sentar a contemplar el paisaje por varios minutos, disfrutando de un cielo despejado que me permitía divisar los poblados de Erice y Malen a lo lejos. Divisé una figura junto al serbal que me daba la espalda. Era una muchacha de cabello castaño, lo tenía ataviado graciosamente formando dos trenzas que luego caían con el resto del pelo suelto. Llevaba un vestido tan azul como el cielo que se contemplaba ese día, con volantes blancos que se repartían por sus ropajes.

Terminé de subir la colina y me detuve a varios metros de la muchacha que seguía dándome la espalda. Por su altura deduje que sería más o menos de mi edad. Al escucharme llegar se dio la vuelta y la respiración que me costaba controlar hasta ese momento por el esfuerzo de haber corrido se detuvo por completo.

No se parecía a ninguna de las demás muchachas del castillo. De hecho, no se parecía a nadie que hubiera visto nunca. Tenía la piel tan pálida que parecía que el sol la quemaría en un momento u otro. Sus ojos eran desproporcionadamente más grandes que el resto de su rostro, que se cerraba en forma de pico, y eran tan oscuros que era fácil perderse en ellos, como yo me encontraba en aquel momento.

—Hola —me saludó, dirigiéndose hacia mí con pasos cortos. Su vestido se arrastraba por el césped y parecía no importarle lo más mínimo—. Qué vistas más bonitas, ¿verdad?

Se paró a un metro de distancia de mí y me quedé sin palabras. Siempre había sido un niño muy hablador. Tenía una opinión para todo y los momentos de silencio me incomodaban. Me divertía preguntar a los adultos con curiosidad todo tipo de cuestiones y también gastar bromas a mis hermanas. Con mi madre podría tirarme horas hablando sobre la belleza que desprende el sitio donde vivimos y con mi padre, otras cuantas horas sobre las técnicas de lucha que había aprendido aquel día. Pero en ese momento, en frente de la persona más hermosa que había visto en mi vida, no solo no sabía qué decir, mi mente estaba totalmente en blanco. Lo único que pude hacer fue balbucear, emitiendo una especie de gruñido que no significaba absolutamente nada.

La muchacha sonrió y me pareció incluso más guapa.

—¿Qué pasa? —preguntó de forma graciosa—. ¿No sabes hablar?

Abrí la boca con la intención de responder algo, lo que fuera. Mi garganta se cerró como si me la estuvieran apretando y empecé a toser de forma escandalosa. Después de haber corrido tanto y de que mis pulmones se hubieran llenado del aire frío, mi garganta se había secado y me doblé apoyando las manos en mis rodillas. Cada tos la acompañaba un espasmo y era incapaz de articular palabra.

—¡Oh! ¿Te encuentras bien?

La muchacha corrió en mi dirección y se dispuso a mi lado, posando una de sus delicadas y pequeñas manos sobre mi espalda. Sentí una descarga de electricidad que atravesó todo mi cuerpo ante su tacto.

—¿Estás enfermo? ¿Quieres que vaya a por alguien?

Intenté con todas mis fuerzas dejar de toser para poder responderle por fin. Sentía tanta vergüenza en ese momento que noté que mis mejillas se habían ruborizado como nunca antes. La tos aminoró y pude ponerme derecho, tosiendo en la manga de mi chaqueta de ante.



#4776 en Novela romántica
#301 en Joven Adulto

En el texto hay: principe, medieval, gaybl

Editado: 21.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.