Corría lo más rápido que podía. Quería alejarme de esa casa. Las dos semanas que estuve ahí fueron un auténtico infierno. Sin querer pise un charco de lodo, cada paso que daba dejaba una huella en la vereda. Por un segundo me asusté mucho. Mi cerebro no funcionaba adecuadamente por la tensión. Creía que estaba dejando una para que la bestia pudiera seguirme, alcanzarme, encontrarme y matarme. El solo pensar eso hacía que todos los pelos de mi cuerpo se pararan y que mi corazón latiera con la misma velocidad de un motor de un auto de carreras.
Vamos Franny, estas a salvo, pensé. No estaba a salvo, aun no. Le dije a mi cerebro que se calmara. No funcionó. Vamos Franny, me repetí con un poco más de ansiedad. Cuando la bestia consiga salir de la casa ya te habrás ido muy lejos. Sigue moviendote. Al mismo ritmo si es posible (no es posible. Bajé la velocidad porque me estaba cansando).
La casa había desaparecido de mi vista cuando voltee por un segundo. Deseaba verla. Admito que fui muy exagerada cuando dije que se trataba del infierno. No era del todo cierto. La dueña de la casa, la señora Yolanda Soliz fue una de las personas más amables que he conocido toda mi vida. Ella tomó a una gata herida y la cuidó hasta que mejoró. Le dio un hogar, mucho amor y cuidados.
La bestia me acompañó a mi nuevo hogar.
Siento que me estoy adelantando a los hechos.
Todo comenzó con una gata callejera llamada Franny que solo tenía una razón para vivir: La venganza. La pequeña gata negra quería vengarse del asesino que mayó a su antigua dueña. Con la ayuda de un ratón llamado Pascal y su manada de ratones hizo de todo para concretar su venganza.
Después de un par de intentos lo consiguió. Acabó con el monstruo, cuyo hobby era convertir a sus víctimas en desagradables obras de arte (a una chica la abrió y usó su piel como lienzo para pintar un castillito).
Como toda buena historia de venganza el daño colateral fue monumental. Franny, Pascal y los demás ratones incendiaron y estallaron la casa del asesino con él adentro (unos minutos después descubrimos que no era su casa), la auténtica dueña vio cómo su casa se quemaba y vio como el asesino salía cubierto de llamas. Solo dio unos pasos antes de caer muerto. La dueña creyó que el asesino era su hijo, sufrió un infarto y murió besando el suelo.
La dueña de la casa, cuyo nombre no recuerdo, tenía un gato, cuyo nombre si recuerdo. Se llamaba Romanov. No tuvo que hacer un trabajo detectivesco para saber que la responsable del incendio recaía en la pequeña Franny. Juró vengarse así le tomen sus nueve vidas.
Una amable decidió acoger a Franny y a Romanov.
Desde ese día comenzó mi pesadilla.
Otra cosa que quiero admitir es que estuve exagerando cuando dije que fueron dos semanas en el infierno. En realidad solo fue una semana. Buena parte de la primera semana me la pasé en el veterinario. La lucha contra el asesino terminó conmigo bañada en kétchup, quemada, lastimada por dentro y por fuera. Iba a necesitar muchos tratamientos.
Me dieron veinte años seguidos. El kétchup se había pegado a mi pelo gracias al fuego creando una rugosa capa rojiza. Tenía hemorragias internas y las costillas lastimadas (todo gracias a que el asesino había decidido usarme como balón de Futbol), parásitos estomacales por pasarme mucho tiempo comiendo basura y otras cosas que me costaron memorizar. La mayoría eran palabras de cuatro silabas que se solucionaban con muchas inyecciones.
Mi tratamiento fue muy caro. La señora Soliz no mostró ninguna expresión visible al ver la factura. Solo dijo: No importa cuánto cueste, sálvela. Estaba tan conmovida que me puse a maullar. Me propuse a dedicar cuerpo y alma en hacerla feliz. Si ella quería algo yo iba a hacer todo lo que estuviera en el poder de mis patas para hacerlo una realidad.
Lamento mucho incumplir esa promesa pero mi seguridad es lo primero.
Cuando llegamos a casa del veterinario yo estaba dormida dentro de mi jaula. Tenía el pecho vendado y un cono en la cabeza para evitar que me quite los puntos de la operación. Estaba débil y lo único que quería hacer era dormir. Sabía que la bestia me iba a privar de eso tarde o temprano. Me acurruqué en el suelo de plástico de la jaula y traté de dormir.
La señora Soliz entró a su casa, puso la jaula en el suelo y la abrió.
—Vamos, gatita. Sal que ahora mismo voy a preparar la cena.
Mi nueva dueña sí que era muy amable.
Levanté la cabeza y me asusté al ver el rostro de la bestia.
—Así es. Sal gatita para que pueda cenarme tu corazón — me dijo Romanov. Su tono de voz oscilaba entre la amargura y la socarronería. Todo lo que me decía eran amenazas serias que tenía intención de cumplir, pero también quería reírse de mí. Le daba una absurda sensación de poder, como si tuviera la sartén sostenida por el mango.
Quería burlarse de mí y ponerme los pelos de punta.
Consiguió ambas cosas.
—¿Qué diablos quieres? — pregunté con una voz cansada. Trataba de convencerle (y más importante aún: Convencerme a mí misma) de que sus amenazas no me afectaban.
—Ya te lo dije. Te lo dije la primera vez que nos conocimos. Quiero matarte por todo lo que me has hecho.
—¿Que se supone que te he hecho? — pregunté. Mis ojos estaban rojos del agotamiento. El solo conversar con él drenaba más energía de la que tengo. Solo quiero dormir.