El árbol de los 1000 ojos

Capítulo 4

En ningún momento dudaba que Romanov no fuera capaz de buscarme y matarme. El desgraciado lo llevaba haciendo desde que nos conocimos. No iba a bajar la guardia, pero un nuevo lugar (probablemente muy lejos de Romanov. No sé dónde vive esa mujer) me permitirán relajarme, aunque sea por unos días. Estaba ilusionada por mi nuevo destino y no iba a dejar que Romanov me arruine la ilusión.

La señora Soliz llegó a un veredicto. Lo esperaba con mucha ansiedad.

—No es una mala idea. Quizá tengas razón. Un tiempo separados puede que los ayude a que llevarse mejor.

No, no y más no. Lo siento señora Soliz. El mismo Romanov me dijo que no estaba dispuesto a cambiar. No hay nada que pueda hacer al respecto. Me pusieron con suavidad y cariño dentro de la jaula. La señora Soliz me dio los medicamentos necesarios para mi recuperación (todos tenían un sabor amargo). La señora Roxana tomó mi jaula, le dio un abrazo y un beso a la señora Soliz, y me llevó a su casa.

¡Nueva vida! Aquí voy.

Al día siguiente.

—No, no. Por favor. No me regreses Juro que fue un accidente. Lo juro. No sabía que las cenizas de tu esposo no podían servir como caja de arena.

Estaba desesperada. Todo había sido tan rápido que no me dio tiempo de dar un respiro. Solo pasaron unas horas. La señora Roxana movía la jaula con una delicadeza nula, como si no supiera (o no le importara) que hay un ser vivo convaleciente dentro. Del amor al odio no hay un paso. Hay un salto.

Entré a su casa como una gata necesitada de amor y cobijo (y un psiquiatra para gatos), y unas horas después me convierto en una criatura desagradable de la cual uno tiene que deshacerse inmediatamente. Estoy segura que la señora Roxana abrazaría a un gato con tres clases diferentes de sarna antes que a mí.

Todo comenzó con un jarrón.

La señora Roxana vivía en una casita con forma de ficha de domino y recién pintada de amarillo. Todas las ventanas tenían restos de pinturas (algunas muy alejadas de las paredes). Sea quien sea que hizo este trabajo solo merecía que le pagasen la mitad.

El interior de la casa de la señora Roxana era muy acogedor. Las paredes blancas contaban con un par de clásicas pinturas de cestos de frutas y paisajes demasiado bellos para ser reales. En casi todos los muebles de la sala (menos las sillas) tenían cuadros de sus familiares o adornos bonitos. Todos los muebles tenían el aspecto de parecer nuevos, cuando lo más probable es que sean más viejos que yo.

Sin embargo lo que más llamaba mi atención era el jarrón que estaba en medio del librero, frente a mí.

La señora Roxana puso la jaula en el suelo y la avió dejándome salir. Salí de la jaula sin miedo o sentido de precaución. Ese gato psicópata no estaba aquí. Comencé a relajarme. Me estiré e hice un recorrido. Toda la casa tenía una fragancia a nuevo, y a lavanda. Me gusta muchísimo.

—¿Te gusta? — me preguntó la señora Roxana.

Le respondí con un maullido alegre. Era mi forma de decir que sí.

—Lo acabamos de redecorar así que hay un par de reglas que…

Antes de que pudiera decirme cuales eran sus reglas su celular sonó. Fue a contestar. No era la señora Soliz para preguntar como llegué. Era alguien a quien no conocía, pero la señora Roxana si, y había mucha cercanía entre los dos porque la conversación se volvió animada en unos pocos segundos.

Mi presencia en la casa se volvió un tema secundario.

No tengo ningún problema con las reglas. Aunque prefiero cuando no las hay, o cuando soy yo quien las imparte. No me molesta el obedecerlas. Obedezco las reglas y a cambio me queda en una casa preciosa (y recién redecorada) por el resto de mis días. No me parece un mal trato.

De un salto llegué al sillón nuevo, lo bauticé con mis garras hasta formar una marca en la tela. Me rasqué el cuello dejando un rastro de pelos (resaltaban en los cojines blancos). Me eché y tomé una siesta, que esperaba que sea larga. La sombra de la señora Roxana cubrió parte de mi cuerpo. Era tan delgada que su sombra parecía el filo de un cuchillo que me iba a partir en dos. Tenía el celular cerca de su oreja. Me agarró con la otra mano y me puso en el suelo.

Me hizo una señal de negación con el dedo. No hay que ser un genio para saber que he violado una de las reglas.

Creo que la señora Roxana y yo no nos vamos a llevar bien, y este paraíso tiene algunas espinas. La mesita de café tenía una funda blanca muy tentadora, quería jalarla y jugar con ella hasta convertirla en jirones. Encima de la mesita de noche habían unas tazas y una foto de ella abrazando a un bebé rechoncho.

Me alejé de ese mueble, nuevo y recién barnizado. Mis ojos se enfocaron en el jarrón. No exagero cuando digo que ese es uno de los jarrones más hermosos que he visto en toda mi vida. Era un jarrón enorme, del mismo tamaño que yo, de color azul y tenía forma hexagonal. Los seis lados del jarrón estaban adornados con aves plateadas (posiblemente palomas. Esto me hizo recordar a la paloma que pude haberme comido) y encima del jarrón había una cruz plateada que me daba ganas de pasticas. Mi boca comenzaba a babear con solo verlo.

Quería tenerlo en mis patas para ayer.

Subí a la mesa, que estaba cerca del librero. Mis huellas negras dejaron una marca (espero que no sea permanente) en la funda blanca recién lavada (pude deducir que estaba recién lavada gracias a ese mareante olor a detergente). Estiré mis patas para dar el gran salto cuando la sombra delgada y un par de manos huesudas me detuvieron, me agarraron y me bajaron con suavidad de la mesa.



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En el texto hay: cultos, gato negro, monstruosidades

Editado: 18.09.2024

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