Pascal se adaptó rápido a su nueva vida. Se mantenía escondido en las tardes y parte de las noches. En las mañanas Sara iba a su trabajo dándole más libertad de pasearse por la cabeza. Eso tenía trampa porque Sara tenía un horario irregular. Los días libres podían ser aleatorios y habían días en los cuales tenía que trabajar toda la noche. Para estaba yo. Yo me encargaba de avisarle cuando el horario de Sara para que así los dos no se encuentren en algún momento desafortunado.
Por las noches Pascal y yo salíamos a recorrer el vecindario. Teníamos que pasar por ese jardín aterrador; las flores no eran las únicas raras, los insectos también lo eran. Lo todos los días ves a unas moscas con las alas de una libélula y el pico de un mosquito.
Es el descubrimiento del siglo.
Voló hacia una de las flores y está la pulverizó.
Era el descubrimiento del siglo.
Yo cada vez le prestaba menos atención al jardín. El nivel de atención de los gatos no es que sea precisamente algo. Nos distraemos con suma facilidad. Pero Pascal no, el ratoncito no dejaba de mirar al jardín con cada vez menos confianza.
Eran las siete de la noche Sara estaba preparando la cena, Pascal estaba durmiendo debajo de un par de sabanas en mi cama, su panza estaba más hinchada que nunca (la cena era leche con un plato de atún) y yo estaba echada en el regazo del señor Ricardo, relajada y ronroneando. El señor Ricardo me acariciaba con un irregular cariño. A veces con fuerza, otras veces con suavidad. Pero las buenas intenciones se mantenían.
Ambos mirábamos el jardín cuando ocurrió algo parecido a un milagro. El árbol comenzó a brillar, era un brillo verde claro. No era el brillo de un árbol de navidad, o algo parecido. Su brillo era tenue y no sabía de la propiedad. Era hipnótico, tanto el viejo como yo no podíamos dejar de mirarlo.
—Ese árbol tiene una historia particular, Felicia.
Felicia era el nombre que mi nuevo amo me había puesto. Era un nombre que me gustaba mucho, mucho más que el nombre que la señora Soliz había usado para nombrarme (“negra”). Pero mi nombre es Franny si ese será mi nombre hasta el día que me muera.
El señor Ricardo me contó la historia. Hace más de treinta años se había casado con una mujer llamada Felicia Ríos (de ahí había venido mi nuevo nombre). Junto compraron esta casita, que ni de lejos era tan bonita o siquiera habitable. Entre los dos se encargaron de restaurarla hasta convertirla en el acogedor hogar que es hoy. El señor Ricardo decidió darle un toque más ecológico.
Una vez había escuchado decir a uno de sus amigos del trabajo que la forma más sencilla que tenía un hombre de alcanzar la inmortalidad era plantando un árbol. Ese será su sello y su contribución con el planeta. Con solo escuchar la palabra “inmortalidad” bastó para convencerlo de que plante el árbol.
El día del cumpleaños de Felicia el señor Ricardo le regaló un abrigo muy caro, pero el regalo que realmente la ilusionó fue la semilla del árbol.
—Es un árbol en peligro de extinción, al menos eso me dijo el sujeto que me vendió la semilla. Quería ver si podíamos plantarla juntos.
A Felicia no le importaba que fuera un árbol en peligro de extinción o el árbol más común de todos. La idea de plantar un árbol con su esposo le parecía placentera. El señor Ricardo no le contó nada de la inmortalidad. Pensó que lo consideraría como algo estúpido. Si ese iba a ser el caso él prefería quedarse con la inmortalidad para él solito.
Entre los dos plantaron el árbol siguiendo los consejos de varios libros de agricultura que habían sacado de la biblioteca. Apenas terminaron se quedaron a ver el fruto de su esfuerzo, ese patio que algún día se convertirá en un hermoso jardín. Se dieron un beso que se alargó más de la cuenta. Se alargó tanto que ninguno se percató del meteorito color verde que cayó del cielo y se enterró en la tierra, en el mismo lugar donde se había sembrado la semilla.
Eso explica muchas cosas.
Durante el año siguiente Felicia Ríos vio como el árbol crecía. Cuando vio que un tronco débil, acompañado de unas hojas, se dejaba ver en la tierra húmeda una nueva pasión nació: La agricultura. Felicia Ríos comenzó a sembrar y cosechar. Se hizo un huerto personalizado. Poco a poco el pasto creció hasta formar el jardín que tienen hoy en día.
El amor que tenía Felicia por su jardín se fue marchitando, mejor dicho lo tuvo que compartir. Su hija Sara había nacido y no tenía tiempo para cuidar el jardín con el mismo ahincó de antes. Sin embargo el jardín se mantuvo firme, con el pasto siempre verde y saludable, y diferentes especies de flores fueron apareciendo.
Una preocupación en forma de unas extrañas manchas en la piel se dejó ver en la muñeca de Felicia. La esposa del señor Ricardo murió de cáncer hace cinco años, cuando Sara todavía estaba tratando de decidir que quería hacer con su futuro.
Pero el jardín se mantenía.
Ni siquiera el señor Ricardo o la misma Sara le prestaban atención a jardín más allá de unos cuidados superficiales. El jardín seguía ahí, como si lo cuidaran los mejores botánicos disponibles.
Tal vez tenga que ver con el meteorito que cayó del cielo, pensé. No se me ocurría otra explicación. El señor Ricardo terminó de contar su historia, en realidad lo interrumpieron. Unos pájaros se pusieron a cantar en la copa del árbol, con tanto brillo pude ver unas siluetas de los mismos.