Durante la semana las veces en las cuales Sara miraba por la ventana se multiplicaron por cien. Cuando salía a trabajar se quedaba mirando al árbol unos diez minutos antes de salir de casa para dirigirse a su trabajo. También le prestaba algo de tiempo a la de comer, cuando estaban viendo una película y cuando le estaba cambiando los pañales a su padre.
Sus ojos se enfocaban en la ventana, precisamente al jardín
¿Qué había en ese jardín que tanto llamaba su atención? No tengo idea. No obstante eso no fue lo más raro que le vi hacer a Sara. Una vez, a mitad de la noche, Sara se arrodilló y se puso a rezarle a la ventana. Estuvo así por media hora, luego se levantó y regresó a dormir. Nuestras miradas se cruzaron. Frunció el ceño, fingió un estornudo y sonrió.
Tragué saliva.
Que Sara le estuviera rezando al dios de la ventana fue la menor de mis preocupaciones.
Los cuidados de Sara hacia su padre aumentaron, era una muestra de agradecimiento de una hija a su padre por aprobar su relación con su novio. Todos los días le preparaba su comida favorita, planchaba sus camisas con más ahínco y limpiaba la casa con más rigurosidad (cosa que preocupó a Pascal). Su novio Alberto iba a cenar todas las noches y eso solo significaba una cosa. Sara le levantaba del pescuezo (no oponía resistencia) y me llevaban, junto con mi cama, al cuarto de su padre. Me arrojara como si fuera un objeto, un objeto que siempre aterrizaba de patas.
Apenas se deshacía de mi podía comenzar la celebración. Los tres se llevaban muy bien. Comían juntos, veían películas juntos y se reían de tal forma que parecía la primera imagen que se le pasaría a cualquiera por la cabeza cuando piensan en una familia feliz.
Sara no hacía eso porque estaba loca (le reza a las ventanas así que no podría hacer un diagnóstico convincente). Lo que pasaba era que Alberto era alérgico a los gatos. Después de la cena introductorias los tres fueron a la sala a ver una película. Yo también quería formar buenas migas con el nuevo invitado así que salte a su regazo y me puse a ronronear. Alberto sonrió y me acarició la cabeza. Sus dedos eran suaves y bienvenidos. Las gotas de moco que mojaron mi cara, no. Alberto se puso a estornudar a lo bestia, su nariz se había convertido en una metralleta que había cobrado vida y disparaba a medio mundo.
—Quítamelo, quítamelo de encima — se quejó Alberto refiriéndose a mí.
Sara me alejo de un manotazo. Me miró con un odio inmedible que me hizo regresar a mi cama y convertirme en una temblorosa bola de pelos. Cuando Alberto se fue a su casa Sara y el señor Ricardo tuvieron otra discusión, una respecto a mí.
Dentro de la habitación, con olor a naftalina, del señor Ricardo yo escupí a Pascal. Era la única forma que tenía de transportarlo cada vez que Sara me llevaba a la habitación de su padre. Pascal se secó la baba con la frazada y me vio acurrucada y llorando. Pascal me dio unas palmadas en el muslo. Si esa era su forma de consolarme, no era muy bueno que digamos.
—Lo odio — le comenté a Pascal.
—Si yo también, aunque cuenta buenos chistes.
Pascal me contó uno de sus chistes. Me contuve por unos segundos pero no pude resistir más. Estallé de la risa. Tenía razón. Era muy bueno contando chistes.
—Lo admito. Eso estuvo muy bueno. Pero lo sigo odiando. Puede comprometer nuestro hogar. ¿Qué tal si se queda a vivir con nosotros? — imité lo mejor posible la voz de Sara —: “Alberto es alérgico a los gatos. No queda más remedio que deshacernos de la gata esa”. Convencer a su padre no será tan difícil.
Comencé a temblar.
—Me llevarán a la perrera donde me dormirán. No sé tú, pero prefiero ser una gata callejera a estar encerrada en una jaula.
Pascal se mostraba sospechosamente tranquilo. Está bien, Pascal era más calculador que yo, pero esa tranquilidad me estaba irritando. Necesitaba hacer algo para evitar que me desahucien.
—Descuida Franny, descuida. Ese idiota chistoso no se va a quedar con nosotros. Ni siquiera la casa lo quiere.
—¿Qué quieres decir?
Pascal me contó una pequeña anécdota que ocurrió mientras yo estaba durmiendo. Ya se los dije, si yo no duermo mis 16 horas al día me pongo de malas. Fue en una noche en la que Sara y Alberto decidieron ir al cine a ver una película de terror. Pascal se escondió cerca de la ventana, era el mejor escondite que tenía. Vio como la pareja regresaba a casa, hablaban de la película y se besaban cuando algo extraño ocurrió: Alberto pisó el pasto del jardín y no pudo levantar el pie. Su pie se había atorado en el pasto, las hojas del pasto se extendieron hasta llegar a los pasadores de sus zapatos. Al principio Alberto se rio pero la situación se fue tornando incomoda, el verlo tratar de levantar su pie era el equivalente de verlo aplastando a un insecto repetidas veces. Levantó su pie con tanta fuerza que las hojas se rompieron, se desprendieron de su zapato y cayeron al suelo, inertes.
—¿Qué diablos fue eso? — preguntó un Alberto asustado.
—Creo que no le caes bien al pasto — respondió Sara entre risas. Esta era la primera vez que Alberto no compartía el chiste con Sara. Ambos entraron a la casa.
Escuché la historia con sumo interés.
—Me pregunto qué tipo de abono usarán para el jardín — comenté mientras lamia mi pata —. Quiero decir, ¿Esto es normal? ¿Es normal que las plantas te atrapen los pies y no puedas moverte?