Todos mis sentidos estaban enfocados en huir del árbol ojón que no me di cuenta de hacían donde estaba yendo. Me choqué con los pies de algún despistado. Ojalá que no se trate de mi dueño. Y si ese fuera el caso lamento haberlo llamado “despistado”.
No, se trataba de un hombre de contextura robusta, con unos brazos fuertes y una barba descuidada. Sus ojos tenían unas ojeras poco estéticas, como si no hubiera dormido nada el día anterior. El hombre mi miró al notar que me choqué. Su mirada me asustaba. Me alejé de él. Lo siento pero ya estaba harta de ojos horribles.
No tenía mucho que decir sobre su historia de fondo. Pero con solo verle los ojos podía deducir sin problemas que le pasó algo horrible. Había un sospechoso parecido entre este hombre y el desaparecido, definitivamente muerto, Alberto.
No quiero equivocarme, pero creo que este sujeto es su padre.
Dejé de prestarle atención y entré a la casa. Tenía que contarle las malas nuevas a mi amigo.
El hombre miró al árbol, su enorme ojo había desaparecido. Escuchaba a los pájaros cantar esa horrible melodía. No le prestó atención. Tal vez estaba acostumbrado a este tipo de torturas. Sin embargo lo que si llamó su atención respecto al árbol fue ese brillo verde que apareció de repente y con poca intensidad. El hombre se frotó los ojos y siguió su camino a la casa del señor Ricardo. Tocó la puerta y Sara le abrió casi de inmediato, como si lo estuviera esperando del otro lado.
—¿En qué puedo ayudarle? — preguntó con una dulzura fingida.
El hombre soltó un pequeño gruñido, no quería ser descortés ni nada por el estilo. Solo quería fumar otro cigarro. Lo necesitaba para confrontar este tipo de conflictos. Se volvió un fumador empedernido cuando murió su primer hijo.
—Mi nombre es Francisco y soy el padre de Alberto, el chico que ha estado viniendo a tu casa todas las noches después del trabajo. No ha regresado a casa en más de doce horas y quisiera saber si está aquí.
Sara lo miraba con un rostro carente de emoción. La “desaparición” de Alberto la afectaba tanto como el aumento del precio del pan. De hecho el incremento de los productos de primera necesidad la afectaban todavía más porque molestaban su bolsillo.
—No lo he visto — dijo Sara con un tono robótico —. Salió ayer a las once de la noche y desde ese momento no sé nada de él.
Francisco levantó una ceja. Todo estoy sonaba muy sospechoso.
—Precisamente ayer a las once de la noche mi hijo me envió un mensaje diciéndome que se iba a quedar contigo hasta el día siguiente. Yo se lo permití porque es un adulto, pero siempre le exige que me envíe mensajes o me llame.
—Apenas te mandó ese mensaje decidió terminar conmigo. Perdona que te lo diga, pero el muy desgraciado me dijo que ya no quería saber nada más de mí y cortamos. Yo acepté el rompimiento y dejé que se fuera.
Todo esto apestaba para Francisco, era imposible culparlo. Sara era pésima mintiendo y creando coartadas.
—¿Puedo entrar? Quiero revisar la casa, tal vez haya una pista que me pueda ayudar a encontrar a mi hijo.
Sara apoyó su espalda al lado de la puerta y estiró su pierna hasta que su pie tocó el otro lado creando una pequeña barricada hecha de carne.
—No, no puede pasar hasta que me haya mostrado una orden de registro y unos cuantos policías — Francisco se quedó mirándola, incapaz de hacer nada —. Como no tiene nada será mejor que se vaya porque tengo muchas cosas que hacer.
Los ojos de Francisco se cargaron de odio, como si el odio hubiera venido de una jeringa y se la hubieran inyectado directamente en el iris. Ni la mirada de desprecio, ni la nariz arrugada causaron una mayor impresión en la chica. Sara bostezó en su cara. Ayer no había dormido mucho.
—Si no tiene nada más que decirme váyase por favor — Sara sacó de sus bolsillos una hoja de papel. Era una lista de tareas tan larga como su brazo —. ¿Lo ve? Tengo muchas cosas que hacer y usted me está haciendo perder el tiempo.
Francisco se dio la vuelta, dio tres pasos y se detuvo. Volteó para verla. La mirada de odio no había cambiado.
—Esto no ha terminado. Voy a volver con policías y entre todos vamos a poner esta casa patas arribas. Disfrute de su tranquilidad, señorita. Mientras pueda.
Sara juntó los dientes con amargura, al parecer la expresión de odio era contagiosa y Sara pudo replicarla a la perfección.
—¿Esa es una maldita amenaza? — preguntó casi levantando la voz.
Fráncico no respondió y la dejó carcomerse en su propio odio, caminó hasta la puerta de salida. Sara cerró la puerta de un portazo haciendo que el polvo del suelo se levante un poco. Sus pasos se escuchaban desde afuera y sonaban como los de un monstruo gigante dispuesto a destruir una pequeña ciudad.
Francisco estaba a medio camino cuando sus ojos se enfocaron en el árbol, este comenzó a brillar. El brillo atrajo su atención, no todos los días uno ve un árbol brillando sin la ayuda de electricidad. Francisco se dirigió a la planta brillante. Había algo en ese brillo que lo atraía, no podía apartar la mirada de él. Unos ruidos aparecieron de la nada a sus oídos:
—Desde ahora eres mi esclavo y harás todo lo que yo diga. Mi nombre es…